Las ansias de placer se desprendían de sus miradas mientras buscaban un espacio en el pasillo antes de que la fiesta comenzase. Apoyados en paredes lilas, los presentes, todos varones, compartían en voz alta sus fantasías sexuales y se alistaban para el frenesí que ofrecía aquel lugar de encuentro gay una noche de miércoles.
El local, ubicado en la zona de La Mariscal, centro norte de Quito, lucía como cualquier bar o cafetería. Daniel, antes de entrar, había parqueado su vehículo en la puerta exterior de aquel lugar de ‘ambiente’, como denominan a esta clase de establecimientos entre la población LGBTI (Lesbianas, Gays, Bisexuales, Transexuales e Intersexos).
Aunque en un primer momento se sintió asustado, su deseo fue más fuerte que el miedo y lo condujo por unas ocho gradas hacia el subsuelo de un edificio de cuatros pisos, custodiado por una cámara que apuntaba directamente a su rostro. Solo una puerta de roble color café se interponía entre él y la fiesta.
Al tocar el timbre, un recepcionista que permanecía sentado detrás de un cristal miró fijamente al joven y le cobró cinco dólares por su entrada. A cambio, le entregó un preservativo.
Una luz de neón roja marcó el inicio de una velada sin tapujos. La tensión recorría la piel de cada uno de ellos, erizándola, rebosándola de adrenalina y sudor. La mayoría alardeaba de sus instintos versátiles y seductores. Estaban seguros de que en aquella gavilla de hombres encontrarían a alguno con quien liar.
Apenas había comenzado la celebración y más de uno ya había conseguido lo que buscaba. Disimuladamente, los activos (rol sexual) seguían a los pasivos hacia unos cubículos de madera de metro y medio de ancho, llamados ‘glory holes’ (‘agujeros de la gloria’). En su interior no había más adornos que un rollo de papel higiénico y un tacho de basura.
Las parejas sellaban la puerta para que nadie los interrumpiera. Fuera aún había bastantes jóvenes con afán de ‘amarrarse’.
Uno de ellos era Daniel, de 25 años, quien sostenía un iPhone en su mano derecha. La izquierda estaba oculta dentro del bolsillo de su pantalón oscuro con lentejuelas. Era la primera vez que visitaba aquel lugar y se sentía bastante inquieto.
El joven, todavía novato en esas lides, intercambiaba miradas con otros hombres, pero ninguno de los pretendientes parecía seducirlo. Así que tras atravesar una cortina negra de seda pasó a una pequeña sala de vídeo, en la que estaban proyectando una película de porno gay en un televisor de cuarenta pulgadas.
Pero los espectadores no parecían demasiado interesados en el filme, porque no dejaban de mirar a quienes se sentaban cerca de ellos.
Para Daniel, aquella noche se había tornado excéntrica, extravagante y hasta un poco ridícula. Pero su curiosidad no dejaba de apretarle para que probara fortuna.
Así que se adentró en un ‘glory hole’ situado a pocos metros de la sala, donde podría tener sexo oral sin necesidad de ver el rostro de la persona que, al otro lado de la pared, se lo practicaría sin pedirle explicaciones. Tan solo tenía que levantar el pestillo que protegía una ventanita de madera y exhibir su órgano sexual. A través del agujero se consumó la felación. Le gustó la experiencia, aunque le resultó demasiado fría.
Un sitio camufladoEn otros locales similares el acceso es más restringido. Sobre todo en aquellos donde existe un ‘cuarto oscuro’, en el que los asistentes realizan todo tipo de prácticas sexuales con fugaces y desconocidos amantes.
En uno de ellos, el recepcionista pedía la cédula de identidad para comprobar la edad de los usuarios y escrutaba a estos con ojos de inspector desconfiado.
El calor era intenso, pero no parecía incomodar a los hombres que, discretos, se habían congregado con el ánimo de vivir una noche pasional.
El ‘cuarto oscuro’ no tenía ventilación y cada diez minutos era inundado por un ambiental de lavanda. Aproximadamente ocho personas estaban arrimadas a las paredes negras de la sala y lucían su cuidado ‘look’ a la espera de que alguien les alentara a quitarse la ropa.
De repente, el más atrevido extendió su mano derecha sobre la pierna de Marco, quien le siguió el ‘juego’ mientras los demás esperaban un gesto similar de otro pretendiente. El hilarante sonido del deseo retumbaba en el concreto, pero nadie podía observar a los demás. Todo se hacía a tientas...
La música electrónica que amenizaba la velada se mezclaba con los gemidos lanzados por los protagonistas de las cintas pornográficas que se exhibían en dos cuartos. En uno había unas diez sillas de plástico para que los hombres disfrutaran, sin recelo, de las fantasías creadas por su propia imaginación.
En otra, en cambio, pasaban una ‘peli’ porno de heterosexuales. Porque a aquel lugar no solamente entraban miembros de la población LGBTI.
TipologíasAdemás de este tipo de fiestas, también existen otras más comunes en saunas, donde para ingresar solo hace falta tener una toalla y un par de sandalias. En el hidromasaje, los usuarios intercambian ideas antes de adentrarse en cubículos decorados con colchonetas, donde se desata el ‘amor’ a primera vista.
Las invitaciones circulan en las redes sociales, así como en aplicaciones de celular que normalmente son empleadas por miembros de la población LGBTI.
Población LGBTIEfraín Soria, presidente de la Fundación Equidad, detalló que mientras en el mundo haya “discriminación y rechazo”, estos establecimientos van a existir en cualquier parte del planeta, no solo en el Ecuador.
A su juicio, las sociedades han avanzado en términos legales, pero no en el ámbito cultural, donde “la gente sigue sin entender otros estilos de vida”. “Los miembros de la comunidad, al no contar con locales naturales de socialización, buscan estos sitios específicos”, comentó.
Porque los heterosexuales pueden conocerse en el bus o en la calle, pero los homosexuales, según él, no pueden coquetear con tanta tranquilidad, ya que corren el riesgo de ser juzgados o increpados.
A pesar de ello, considera que las salas de vídeo o saunas para gais deben tener “un mínimo de condiciones” y garantizar buenos niveles de seguridad, limpieza y aseo, además de contar con salidas de emergencia, tachos de basura y no permitir el paso a adolescentes.
“Son centros de tolerancia”Si bien estos locales se definen como salas de vídeo, Gabriela Larreátegui, supervisora metropolitana de la Agencia de Control, considera que realmente son “centros de tolerancia”. Entre otros motivos porque “no se necesita un condón para ver un vídeo pornográfico”.
Larreátegui indicó que estos establecimientos deben contar con la Licencia Única de Funcionamiento de Actividades Económicas (LUAE), prevista en la Ordenanza 308, que engloba todos los permisos derivados del Cabildo.
Para obtener la LUAE, es necesario cumplir algunos requisitos. Uno de ellos, el más importante, es el permiso de uso de suelo, que se obtiene si existe una compatibilidad entre la actividad que se desarrolla y el lugar donde se pretende establecer el negocio.
Sin embargo, las supuestas salas de vídeo ubicadas en La Mariscal no tendrían autorización para funcionar como centros de tolerancia porque en esa zona no está permitida dicha actividad: “Hay otros puntos donde podrían instalarse sin ningún problema”.
La supervisora metropolitana de la Agencia de Control manifestó que estos locales sí podrían obtener la licencia de salas de cine, siempre y cuando se destinaran a este fin. En este caso, los requerimientos serían distintos.
Aunque podrían acceder a la compatibilidad del suelo, Larreátegui recomendó que, antes de realizar cualquier inversión, consulten al Municipio.
Así mismo, el Cuerpo de Bomberos también debe emitir su respectivo permiso de funcionamiento para cualquier tipo de negocio.
EXTRA pidió una entrevista a la Intendencia de Policía de Pichincha el pasado 28 de enero, a través de un correo enviado al Ministerio del Interior. Sin embargo, hasta la fecha no ha obtenido respuesta.