Como si fuera una gran mano de acero, una pala mecánica arañaba lo que un día fue uno de los dos edificios de tres pisos ubicados en la esquina de las calles Pedro Gual y Juan Montalvo, en Portoviejo.
Las paredes de ladrillos ‘ensanduchados’ con el enlucido y la pintura se quebraban como una galleta crocante ante los ojos de Freddy Mendoza, su hermano y algunos vecinos de ese sector de la capital manabita.
Desde la esquina opuesta, Freddy miraba cómo aquel par de casas, que conocía de memoria, se iban convirtiendo en migajas. Su cuarto, el de su papá, el baño… Todo lo que no se “comió” el terremoto se derrumbaba frente a él tras el veredicto final:la demolición.
El miércoles pasado, una etiqueta amarilla calificó a la vivienda como insegura. No se cayó, pero tenía daños severos. “Estaban expuestas las varillas”, exclama, antes de guardar silencio.
Otras dos personas de su confianza le confirmaron la ‘sentencia de muerte’ al par de edificaciones de 45 y 35 años de antigüedad. Repararlas habría sido una locura, pero la sensatez muchas veces duele más.
Freddy no estaba seguro sobre cuánto dinero se esfumaba a punta de palazos, pero estimó que el monto sería de unos 600.000 dólares entre las dos casas. Eso sin contar los arreglos recientes que hizo a la más nueva, esa que vio construir durante su infancia, y sin considerar las dos semanas que su lubricadora ha permanecido cerrada y sin recibir ingresos.
En cambio, en la Pedro Gual y Pacheco, Fabiola de Ocampo guardaba sus reliquias en decenas de cartones. Era el cuarto viaje que hacía para sacar sus cosas.
La viuda, de 74 años, y el menor de sus tres hijos vivían en el segundo piso. “Yo pensé que mi casa era menos segura que esos edificios”, comentó mientras dibujaba en aire las construcciones que veía a diario. Al día siguiente del terremoto desocuparon el lugar y se fueron a donde un amigo.
Mientras otro de sus hijos retiraba las ventanas “por si le dicen que de verdad hay que derrumbar todo”, recordaba el esfuerzo realizado y los planes que tenían. Cada piso estaba destinado a un hijo, pero (según le dijeron en la última revisión) habría la posibilidad de derrocamiento parcial “para que las columnas no aguanten tanto peso”.
Por eso colocó su número de teléfono en el pilar de la casa, junto al sello rojo que calificaba al inmueble como “inseguro”. Lo escribió justo debajo de otro sticker rojo con la palabra “demolición”. Pero aseguró que no le han dicho nada más.
“Dicen que hay dos columnas que están en peligro”, detalló, antes de que su hijo le pidiera que mejor no se quedara conversando debajo de la casa de tres pisos altos.
temen a los robosA una cuadra del lugar, Betty Valle, Rosa Collahuaso y Rosa Tacuri hablaban de sus preocupaciones. La casa de la primera de ellas, de una sola planta, tenía un sello amarillo. Sin embargo, aclaró que el color era preventivo debido a que “al lado había una edificación que se podía venir para acá”.
Pero luego del derrocamiento de la estructura contigua “la casa adentro está bien”. Lo que las incomodaba era que “anoche vinieron unos militares a pedir que desalojáramos toda la manzana”.
“Mi casa no está dañada, pero tengo las cosas aquí”, explicaba Betty, mientras sus amigas se unían al reclamo. “¿Por qué tenemos que irnos si no nos van a dar nada?”, cuestionó Rosa Tacuri.
A pesar de las recomendaciones realizadas por las autoridades, prefieren permanecer en medio de la polvareda, dentro de la llamada ‘zona cero’, por miedo a perder sus cosas. Según mencionaron, a un par de adultos mayores que vivían a la vuelta y que ya dejaron su casa, se les habrían llevado las pertenencias que dejaron.
“Después de que ya pasamos lo peor no vamos a permitir que se nos roben nuestras cosas”, afirmó Tacuri. Mientras tanto se las arreglan. Han pedido prestado un pequeño generador de luz para alumbrarse por las noches, hacen turnos para dormir y cocinan para las tres familias que participan en esto. “Entre nosotros mismos nos cuidamos”, indicó Collahuaso.
Esperan la resoluciónTambién en el centro, pero en la calle Sucre, Manuela Macías lleva doce años alquilando la parte baja de una casa señorial, de construcción mixta, que data de 1931.
Ahí habita y atiende una pequeña despensa y bazar. Otra persona también ocupa la parte alta de la edificación, aunque junto a la enorme puerta de guayacán se lee un “inseguro”.
El sello detallaba que el problema sería a causa de “maderas podridas”, pero Manuela no lo creía posible. Con sus nudillos golpeaba la puerta de su negocio y exclamaba: “¿Esto podrido? ¡Es guayacán!”.
Mencionó que tras el terremoto, el inmueble no sufrió daños, salvo una pared caída pero que “ya estaba floja” y, concretamente en su negocio, la pérdida de botellas de licor que se reventaron, así como artículos de papelería que se mojaron.
“Si la casa se hubiera quebrado habría sido la primera en salir corriendo”, precisó antes de especificar que ella y su vecino del piso de arriba esperan la resolución del dueño de casa.
No obstante, reconoció que a raíz de que pusieron el papel ya ha cotizado en otros espacios por si el dueño del inmueble decide demoler.
Irse le daría pena. Incluso dijo que la gente de la zona le “lloraba” para que no se vaya porque “no hay otra tienda en el sector”. Esperará, pues, la decisión de su casero sobre el destino de la vivienda.
“Si yo fuera la dueña, no la tumbaría. Es una reliquia”, expresó con un hondo suspiro.
Horarios de evacuaciónVanessa Rodríguez, gerente de la empresa pública municipal Portocomercio, explica que el ingreso a los propietarios de casas y comercios a la ‘zona cero’ de Portoviejo se realiza por horarios, para que a la par también se limpien los escombros.
La evacuación de mercadería y enseres de las edificaciones afectadas por el terremoto es hasta las 14:00, porque las máquinas y volquetas recogen los escombros a partir de las 15:00.
“El propósito es brindar facilidades a todos”, expresó Rodríguez, quien puntualizó que el horario se mantendrá por lo que resta del plan de evacuación, que se lo ejecuta desde las 07:00 hasta las 18:00, en Portoviejo.