Las fotos me llegaron por Whatsapp cinco días después del terremoto. Cuando todo empezaba a calmarse, aquellas paredes cuarteadas y escombros, que veía a través de la pantalla de mi celular, sacudieron mi corazón tan o más fuerte que el sismo de 7,8 grados de magnitud que lastimó a la tierra donde “vi la luz primera”, como dice el pasillo de mi amada Manabí.
La cama donde los seres que más amo dormían -Mercedes Briones, mi mamá, y Freddy Robles, mi papá- estaba cubierta del cemento y los ladrillos que formaron la casa que soportó mis travesuras de niña, mis berrinches de adolescente y mis sueños de juventud.
Sabía que no volvería a aquel lugar en el que decidí ser periodista. El sacudón tumbó los muros añejos del que fue primero el hogar de mis abuelos paternos y en el cual mis papás celebraron su boda hace 29 años.
En cuanto la tierra se empezó a mover, y a pesar de que me encontraba a más de 185 kilómetros de Portoviejo, estaba convencida de que la casita no había resistido. Ese sábado 16 de abril, a las 18:58, sentí la sangre fría recorrer mis venas y desembocar frenética en mi corazón acelerado. Los minutos sin señal de celular pasaban eternos, mientras rogaba en silencio que mi familia estuviera bien.
Estaba trabajando en la redacción de Diario EXTRA en Guayaquil, en el momento en que empezó la pesadilla. Solo recuerdo que mi respiración agitada por el pánico se calmó cuando escuché las voces llorosas de mis hermanas y de mi mamá, diciéndome que estaban bien, pero que las paredes de nuestro hogar habían caído, al igual que la mayoría de estructuras del centro de Portoviejo.
La cobertura más difícilEl eje económico de la capital manabita era solo una masa inservible de hierros retorcidos y concreto pulverizado. También era un camposanto, pero hasta ese instante no lo sabía o no lo quería creer.
“Estamos bien”, fueron las palabras mágicas que me sacaron del letargo para que la responsabilidad periodística tomara el lugar del dolor. Tenía que ir a Manabí a retratar la catástrofe, pero ignoraba la magnitud del desastre. Solo me dejé llevar por el hilo frágil que separa el amor por mi familia y la pasión por esta profesión.
Aún secaba mis lágrimas cuando me subí en un carro con dirección a mi Portoviejo. Tres horas después, solo el letrero que está en la entrada a la ciudad, y que da la bienvenida a “Portoviejo, rock city”, me aseguraba que aquellas calles repletas de pedazos de concreto, vidrios, madera, cables destrozados, postes caídos y escombros que ocultaban a más de un centenar de cadáveres, eran las del cantón que huele y sabe a mango y a tamarindo, y al que amaba ir de visita cada 15 días.
Era como una película de horror. No lo creía, a pesar de que desde las 03:00 del domingo recorrí casi todo el centro de la ciudad, me paré frente a cada edificio caído, tuve cerca a dos cuerpos destrozados y encendí la grabadora junto a familias enteras que poblaban las calles oscuras, llorando del terror.
En un pestañeo se hicieron las 06:00 y los primeros rayos solares del domingo espantaban a las tinieblas que, en parte, disimulaban la magnitud de la desgracia.
Tenía que apurarme. Debía escribir lo que había visto, para volver a recorrer, no solo Portoviejo, sino otros cantones devastados por el sismo. Fui a la casa de mi hermana Adriana, donde se resguardaban mis padres.
La sonrisa de mi mamá, cuando me vio, alejó las sombras. Las palabras se atoraron en la garganta cuando me preguntó qué había pasado y me limité a decirle que todo iba a estar bien y que tenía que escribir y enviar notas al periódico. “Luego hablamos”, le dije, sin imaginar que ese “luego” sería cuatro días después.
Empecé a redactar una crónica que dejé a la mitad porque cuando me di cuenta eran las 07:00 y debía seguir reporteando, ahora con luz.
Salí apurada y le dije a mi familia que la llamaría, que estaría pendiente. Pero aunque estuvieron en mi mente y en mi corazón a cada segundo, no tuve tiempo de comunicarme y la provincia se volvió una ‘isla’ donde los servicios básicos escaseaban.
Así empezó el trabajo periodístico más difícil de mi vida. Jamás esta profesión me había dolido tanto. Veía a mi madre en cada mujer que gritaba cuando sacaban a su hijo de los escombros. Aspiraba hondo antes de acercarme a entrevistar a alguien que había perdido su vivienda. Me secaba disimuladamente las lágrimas cuando me decían “perdí la casa que me costó tantos años de trabajo”, porque la misma pena carcomía el corazón de mi padre en ese instante y no estaba a su lado para secarle el rostro.
Sentía que una lanza me atravesaba el pecho cuando mi celular receptaba algo de señal y me llegaban los mensajes de mi mamá, “Mijita, ¿dónde está?”, “Gelitza, cuídese y no se acerque a esos lugares peligrosos”, “mija respóndame...”. No podía contestar inmediatamente porque cuando tenía Internet o energía eléctrica, estaba ocupada enviando información, cargando mi laptop o hablando con mis compañeros del diario.
Solo su voz dulce, cuando la llamaba por las noches desde el hotel, me servía de consuelo para apaciguar la pena de ver mi provincia en escombros. “El polvo me ha hecho daño, Mecha”, le mentía para justificar la voz congestionada y que no supiera que estaba llorando.
Nos levantaremosLa tarde del miércoles 20 había terminado mi trabajo en Manabí. Fueron más de 90 horas de ver cadáveres de niños, el sudor combinado con las lágrimas de los rescatistas, madres rogando por alimento para sus pequeños, gente acercándose a mí para que le proporcionara información sobre algún pariente fallecido o pedirme un poco de agua.
Fueron más de 90 horas en el ‘infierno’, que antes del 16 de abril, fue el paraíso más acogedor que he conocido y el que estoy segura, volverá a ser.
Antes de retornar a Guayaquil, fui donde mi familia a enviar una última crónica, a explicar que regresaría el sábado con comida y, tal vez, con una respuesta para volver a levantar nuestra casa, que escogió un momento perfecto para desmoronarse, cuando no había nadie en ella.
El día en que nos dijeron que los riñones de mi papá no funcionaban más nos golpearon tan fuerte que fue difícil mantenerse en pie.
Una sesión de diálisis salvó su vida y la de mi mamá. Una máquina limpiaba su sangre cuando el terremoto llegó sin piedad. En las más de diez fotografías que me enviaron por el chat, cuando estaba en Guayaquil, vi cómo la pared izquierda de la casa había caído sobre la cama en la que ellos soñaban todas las noches.
El llanto que había contenido durante cuatro días salió como una cascada. Recién estando lejos de Portoviejo entendía lo que había pasado. Los seres que más amo estuvieron a punto de morir. La casa que me llenaba de dicha ya no estaba más, pero entre recoger datos, redactar y enviar noticias sobre el calvario de mis hermanos manabitas, me olvidé del mío, que a fin de cuentas es uno que en el fondo sabe a felicidad.
Escondido entre los sollozos siempre estuvo el “nos vamos a levantar”, que aparecía de cuando en cuando, para convencerme de lo orgullosa que me siento de ser manabita.
Tal vez el terremoto nos quitó nuestros hoteles, pero la hospitalidad sigue intacta. Tal vez el terremoto nos quitó nuestros edificios, pero nuestra garra manaba es inalterable. Tal vez el terremoto nos dejó un hueco en el corazón, pero lo vamos a rellenar con el optimismo, la valentía y la fuerza con la que esta tierra manaba alimentó nuestras semillas. Tal vez el terremoto me quitó mi casa, pero jamás me despojará de mi hogar, el más acogedor que existe: mi Portoviejo rock city, mi Manabí de mi ilusión.