Sus nalgas, surcadas por angostos ríos de estrías y turbios secretos de alcoba, asoman bajo un vestido entubado, tan corto como los ‘puntos’ que ofrece a 15 dólares. Y para parchar el desgaste de sus llantas tras tantos kilómetros sobre un asfalto de sábanas raídas y encharcadas en sudor, alza sus lacios pechos con un sostén de hierros gruesos, que traza un lúgubre desfiladero a pocos centímetros de su corazón, impenetrable para los extraños.
‘Anny’, que ronda los treinta, se relame los labios, tapizados de un rojo eléctrico, y lanza un beso impostor al paso de quien, antes de sumergirse en sus avatares diarios, busca sexo explícito, rápido y sin preguntas. “¡Venga aquí, papi!”, vocifera. Tres palabras y un seco golpe de cadera le bastan para atraer al nuevo cliente, que se marcha con ella a un motel cercano a bordo de su desvencijada lata motorizada.
La 17 guayaquileña hierve apenas sale el sol, mientras los más pequeños apuran sus jarras de tapioca y se alistan para ir a clase. La prostitución ya no solo se ejerce los domingos, como EXTRA desveló el pasado febrero. Ahora, el sexo se vende a diario, entre las 07:00 y las 11:00, y se acuesta cuando el barrio de tolerancia abre sus recios portones metálicos al público. “Luego no hay negocio. Así nos aseguramos unos 60 dólares a primera hora”, admite la sexoservidora a cambio de no aparecer en ninguna fotografía.
Las chicas como ‘Anny’ abochornan a sus predecesoras, damas de la 18 que se echaron a la calle a finales de 2015 para trabajar al margen de la ley el último día de la semana, cuando obtienen el 30 por ciento de sus ingresos mensuales. Era “la única forma” de sortear las restricciones dictadas por el Ministerio del Interior, que ha limitado la actividad de los prostíbulos de lunes a sábado.
Lo hacían “por pura necesidad, con gran discreción y hombres conocidos”. Como ‘Rafaela’, de 44 años, la primera en inaugurar la 17 debido a que su padre precisaba una importante suma de dinero para combatir un obstinado cáncer de próstata.
“Me daba pena y vergüenza. Porque me veía expuesta ante personas que no sabían a qué me dedico. Pero tuve que tirarme allá porque el barrio cerraba. En un domingo hago entre 100 y 150 dólares, mientras que un día normal a veces no gano nada. Los domingos, los clientes no regatean y a menudo te dan cinco o diez dólares extra”, comenta esta morena de carnes generosas y rocosas, fajadas por una telaraña negra que transparenta su imperceptible hilo blanco.
Con ella empezaron otras siete mujeres entre las calles Gómez Rendón y Brasil. Hoy hay “más de cincuenta”, que operan de forma independiente. Muchas llegaron desde distintos rincones de la ciudad, atraídas por la oportunidad de hacer plata. La oferta aumentó de tal modo que algunos chulos ‘plantaron’ a sus ‘esclavas’ “en la acera de enfrente”.
‘Rafaela’ y sus compañeras tuvieron que pararse “fuertes” para botar a los proxenetas, pero no pudieron frenar “las obscenidades” de quienes, indiferentes, desdeñan el malestar que sus gestos ocasionan a los vecinos. Tampoco sirvió de mucho que las más experimentadas llegaran a las manos con ellas para enfriar su ardor dialéctico. Nada parece detener a las más atrevidas.
“Nosotras vamos lo más vestidas posible, somos educadas. Pero ellas tienen un vocabulario muy fuerte. Lo que hacen entre semana causa problemas a quienes vamos los domingos. Los vecinos ven eso y llaman a la policía. Y la policía recién nos ha dicho que por favor nos retiremos porque se han alborotado bastantes mujeres”, reconoce ‘Luisa’, madre de dos niñas e hija de una anciana ciega que necesita “cientos de dólares” en medicinas cada mes. “Esto se nos ha ido de las manos. Pueden venir las autoridades y meternos presas”, repite su amiga ‘Katy’ para evidenciar su arrepentimiento.
“MAL EJEMPLO”Una moradora asoma temerosa a la puerta de su hogar. Incrusta los ojos en las trabajadoras sexuales, esboza una mueca a media asta y sale apresurada para no cruzarse con ellas, como si fueran “parásitos”. Pero en el fondo, tanto ‘Rafaela’ como ‘Luisa’, ‘Katy’ y ‘Kelly’ comprenden su inquietud. Ellas también son madres, además de cabezas de familia.
“A raíz de algunos relajos, pregunté a varias -de las más conflictivas- si tenían hijos. A nosotras no nos gusta que nuestros niños vean lo que hacemos. Así que a los moradores aún menos. No queremos dar mal ejemplo”, analiza ‘Rafaela’, que mantiene a tres criaturas, a sus padres y a una hermana.
Tal vez la solución pase, como reclaman las cuatro, por la reapertura dominical de los ‘chongos’. Porque mientras ellas sellan periódicamente su carné profiláctico y se someten a exámenes de sangre para verificar que no padecen enfermedades de transmisión sexual, en la selva urbana abundan los peligros. Sida, sífilis, hepatitis...
“Sé de algunas que están así -con sida- y se han ocupado con hombres...”, sugiere una de las mujeres. “Hay que buscar un mecanismo para que esto acabe. Yo casi ya no voy porque me siento mal”, le interrumpe ‘Rafaela’ mientras aplica una sombra plomiza sobre sus párpados azabaches.
La sirena llorona de la 18 resuena a las 11:00 para anunciar el inicio de una nueva jornada de placer a precio de saldo. Así que ‘Rafaela’ muda de rostro, enciende su sonrisa más seductora y se despide sacudiendo el trasero, vasto como las dunas del Sáhara. “¡A ver si me encuentra un señor español, de unos 50 años y buena posición!”, exclama con una risotada.
PROSTÍBULOS CLANDESTINOSWashington Casquete, presidente de la Asociación de Propietarios y Arrendatarios del Barrio Salinas, alerta de que la prostitución callejera está provocando un aumento de los establecimientos clandestinos. “Hay casas donde algunas chicas ejercen. Ponen un colchón en el piso y botan el agua, con la que se limpian tanto ellas como los hombres, en el lavadero de manos. Eso provoca infecciones. Me atrevo a hablar porque tengo referencias del tema”, resalta preocupado.
A su lado, ‘Angelina’, propietaria de un ‘chongo’ en el barrio de tolerancia, se muestra convencida de que los conflictos originados en la 17 terminarán perjudicando a todo su gremio. “No tenemos nada que ver con este fenómeno, pero las autoridades podrían alegar que somos los culpables. Por eso pedimos que nos dejen abrir los domingos, aunque sea sin alcohol. No por interés, sino para evitar problemas”, subraya.
AUGE TRAS EL TERREMOTOTras el sismo del 16 de abril y las fuertes réplicas del pasado 18 de mayo, el barrio de tolerancia guayaquileño cerró sus puertas de manera temporal. Las sexoservidoras consultadas por EXTRA corroboran que decenas de ellas fueron a la 17 para laborar durante unos días. “Hubo cualquier cantidad de mujeres. La mayoría trabajábamos fuera”, indican.
EN CRISISSu sector “también está en crisis”. Las restricciones de horarios, sumadas a la delicada situación económica que atraviesa el país, han llevado a las sexoservidoras de la 18 a ver cómo sus ingresos se reducen de manera drástica.
“Antes, una se iba con 100, 120 o 150 diarios. Ahora con 20, 30 y, a veces, con nada”, enfatiza ‘Rafaela’.
FIRMAS DE LOS VECINOSPrefiere no revelar su nombre, pero un morador de la 17 precisa que los residentes están recabando firmas para “sacar” a las sexoservidoras de su barrio.
“Ya no podemos más. Los chiquitos nos preguntan cosas, se asustan... El ambiente ha empeorado poco a poco. Hemos visto hasta puñetes”, asevera atemorizado.
LA “FALTA de discreción” que evidencian algunas mujeres está generando conflictos con moradores y veteranas. “Se nos ha ido de las manos”, admiten las féminas que comenzaron con estas prácticas el año pasado.