La pureza del hábito blanco de tres religiosas irrumpe como un destello en medio de la oscuridad y el silencio de la noche de lo que un día fue la intensa y parrandera comuna Canoa, del cantón San Vicente, provincia de Manabí. El terremoto se llevó su alegría y sus bulliciosas amanecidas, así como la vida de más de 30 personas, el pasado 16 de abril.
Desde hace seis semanas, Canoa vive en abstinencia. Y sus arenosas y acogedoras calles lo saben bien. El tufo a trago que resoplaban los farreros hace tiempo no se evapora con los primeros rayos de sol.
Las tambaleantes sombras de los bohemios aferrados a una botella tampoco son alumbradas por las pálidas luces amarillas de las luminarias públicas. El potente sismo de 7,8 grados apagó la fiesta y la tranquilidad de este balneario, pero sus habitantes intentan de a poco mantener un chispazo de la jarana para acabar con el miedo que aún ronda por las esquinas.
La playa de arena blanca (de aproximadamente 16 kilómetros), que soporta la bravura de las olas, parece un cuerpo desnudo sin la presencia de turistas. El panorama es tan desértico que se pueden contar fácilmente las huellas de los bañistas que desafían a la naturaleza y sin temor ingresan al mar, pese a que una corriente gélida de desconfianza todavía recorre la atmósfera.
Rosita extraña la vida agitada que llevaba en su cabaña antes de esa trágica noche. Los pedidos de platos de comida y bebidas no la atarean ni el dinero visita sus bolsillos como antes. Ahora descansa por las tardes sobre una hamaca al vaivén de una agradable brisa. Su hijo dice que nada es igual. Solo cocinan para algunos voluntarios que todavía permanecen en el poblado y, antes de las 21:00, cierran el negocio. “No nos permiten tenerlos abiertos hasta tarde ni tampoco vender cervezas. Pero nosotros necesitamos recuperarnos porque nuestra casa se dañó por el terremoto”, dice mientras llega la noche del 21 de mayo.
A la preocupación de Rosita por la ausencia de visitantes se suman los rumores de “hombres que pasan diciendo por los negocios de la playa que salgamos porque habrá un tsunami”, cuenta a la vez que saca fuerzas de sus robustos brazos para preparar patacones.
Los acaramelados ojos del esmeraldeño Fidel Coime Flores, de 70 años, guardan los minutos previos al desastre. Su local de venta de cocteles y batidos estaba repleto de clientes, en su mayoría extranjeros, cuando sintió un movimiento leve y pensó que era un inofensivo temblor. Pero cuando la onda sísmica furiosa llegó a Canoa, no pudo mantenerse en pie: “Salí del local y el terremoto me botó hacia un lado. Me quise levantar, pero no pude. Vi cómo la gente caía en el suelo. Luego hubo una polvareda y pensé que solo se había derrumbado una casa, pero eran todos los hoteles y postes”.
Sus oídos aún retienen los ritmos que, a través de los parlantes ubicados en la playa, hacían saltar hasta la arena. “Ese día, la gente buscaba las cabañas con música caribeña para bailar. Era un ambiente muy alegre”. Pero ahora hay solo terror. “Nunca había visto a la gente de Canoa así de asustada, temerosa. Es un golpe muy duro. Me duele verla así”, resalta.
Patrullaje, fogata y escapeEn el centro del poblado, cinco lugareños estiran sus piernas sentados sobre piedras cuadradas en una esquina, en torno a una disimulada botella de licor que puede ser reconocida a cierta distancia por el inconfundible vasito blanco de plástico, infaltable en el ‘ritual’ de la ‘chupa’ ecuatoriana.
A las 22:00 reinan el cemento y la soledad. Solo algunos adolescentes revolotean entre las aceras, mientras unos pocos adultos se reúnen para saborear granizados y otras delicias de una carreta con planta de energía eléctrica propia, que invita a los locales a despertar de la pesadilla con la frase “Yo sí amo a Canoa, por eso me quedo en Canoa”.
La noche avanza y lentamente se ‘duermen’ las luces en el interior de las carpas ubicadas en las zonas de refugio. Hacia la playa, algunas cabañas en tinieblas son estaciones provisionales para trasnochadores que beben hasta que el patrullaje policial les pida retirarse.
Varios jóvenes foráneos se introducen a la playa cobijados por la luna llena. Se sientan alrededor de una fogata para disfrutar de la tranquilidad de la madrugada y del negro firmamento que se extiende como una interminable sábana estampada con borrosas nubes.
La alegría dura solo 40 minutos. Las luces de un patrullero estacionado al ingreso de la playa se clavan en los ojos como rayos. Dos uniformados caminan con dificultad sobre la arena y piden a los osados que abandonen la playa: “Buenas noches, señores. Es prohibido estar en la playa. Por su seguridad deben retirarse, pueden haber más réplicas”, anuncian a través del megáfono. Ellos no entienden y siguen en el lugar con su fiesta.
Los policías terminan por matar la fogata. Todos se retiran. El patrullero inicia su marcha; también algunos escurridizos gendarmes novatos que se escabullen por las oscuras cabañas para evitar los ‘ojos de águila’ de sus superiores. La guitarreada y el brindis continúan hasta antes de las 04:30.
Desde las 07:00 el sol castiga los cuerpos, los humilla y obliga a protegerse para no terminar calcinados. Los pescadores se lanzan al agua en sus embarcaciones, en busca del alimento para sus familias. No temen que una réplica los agarre mar adentro y que la fibra se convierta en un carrito de montaña rusa. Tienen que sobrevivir y levantarse.
Y eso es lo que intenta Canoa desde hace más de un mes. Se entusiasmó con el último feriado, pero sus expectativas no fueron saciadas porque la respuesta del turista fue tibia, debido al temor latente.
“La totalidad de mis amigos murieron aquí”, recuerda el añejo y querido Fidel mientras prepara un coctel de coco, uno de los preferidos por sus preocupados clientes en el mundo, quienes tras el sismo lo llamaron desde Estados Unidos y Holanda y también desde varios rincones del país.
Fidel suelta con serenidad una frase que transmite el deseo de toda la comuna: “Les pido a los compañeros que salgan a trabajar, que no dejemos morir al pueblo, que lo reactivemos”.
Jura que no se irá de la Canoa que lo enamoró hace 14 años cuando llegó desde su natal Esmeraldas y dejó a su mujer y once hijos para trabajar en la construcción de un hotel. Solo volverá a su tierra cuando este pueblo alegre y bravo se levante, como ya empezó a hacerlo.