La noche, enredada en un deshilachado ovillo de bruma, incendió la angustia de los lugareños, que se adentraron en la selva sin más iluminación que la irradiada por unas pocas antorchas, ungidas con gasolina. Sus alaridos, llorosos como el canto del tucán, rasgaron la paz de los bosques que anegaban el cerro Galeras, un inhóspito paraje próximo a Punta Ahuano (Napo) sobre el que se había asentado la comunidad.
–¡Francisco! ¿Dónde estás? –vociferaban los padres del niño mientras la expedición se abría camino a machetazos entre la espesura.
A su paso, los grillos enmudecían aterrados y los depredadores huían raudos a sus guaridas. Pero bajo tierra, el pequeño escuchaba nítidos los lamentos que su madre profería en kichwa, como si tan solo los separase un enclenque tabique de caña.
–¡Mamita, no te preocupes! ¡Me encuentro bien! –gritó en vano Francisco Licuy, de 11 años por aquel entonces.
Sus palabras no podían traspasar la imperceptible frontera de aquel reino desconocido, desde donde contemplaba el mundo de los vivos a través de una bola de cristal tan alta como él, tan oronda como las carpas en las que acampaba con sus amigos cuando llegaba la estación seca.
El chico permanecía sereno, en una especie de plácida duermevela. Tras los ojos amatista de aquella gringa que se le había aparecido entre los árboles, mientras abatía pájaros con su cerbatana, creyó distinguir un océano de misterios. Y en su voz sedosa, endulzada por una cabellera de tonos pajizos, halló una anestesia contra el miedo.
–No temas. Soy Paloma Dorada. Ven, quiero mostrarte algo.El barro comenzó a agrietarse bajo sus pies con el primer paso al frente. Francisco apretó la mano de la chica, que le lanzó una sonrisa condescendiente. Un tornado emergió de las profundidades y los absorbió como una aspiradora para teletransportarlos hasta un esbelto pórtico, custodiado por un banco de piedra con forma de anaconda.
–Espera aquí –le ordenó la joven.
El muchacho se sentó sobre el reptil, que mudó su piel rocosa en escamas de color esmeralda, cobró vida y comenzó a acariciarle las mejillas con su lengua bífida. No amagó con atornillarse a su cuerpo menudo para triturarle los huesos y devorarlo. Tampoco los jaguares que descansaban a pocos metros de la bestia, atados a una cadena de acero pulido, parecieron alterarse.
–Ahora, él será su amo –dispuso Paloma Dorada.
Los felinos respondieron sumisos, hundiendo sus cabezas moteadas entre las patas. Al otro lado del umbral, en el mundo intraterrestre, aguardaban dunas de oro, joyas, talismanes y piedras talladas.
–Coge todo lo que puedas –le invitó la dama.
Pero los bolsillos de su pantalón nunca se llenaban. Tiempo después comprendería que, en aquel instante, no estaba recibiendo un sinfín de riquezas materiales, sino las herramientas de los saberes ancestrales, los poderes para sanar y domar a las enigmáticas criaturas que anidan en la Amazonía ecuatoriana.
–Ella me explicaba las propiedades medicinales de cada planta, cómo preparar los brebajes secretos… Aprendí que todos los seres están unidos entre sí, cómo debía dirigirme a cada uno de ellos para invocarlo. Aunque solo desaparecí 48 horas, allá abajo fueron dos años –rememora el ‘yachak’, de calva lustrada y gestos contenidos, como los de un monje budista.
–Francisco, vengo de España. Allí impera la razón. Pero únicamente atisbo bondad en ti, no afán de lucro.
–Tú me has buscado, no al revés. Jamás aireo estas cosas. Sin embargo, veo algo en ti. Por eso te lo he contado.
–Tal vez la verdad solo sea lo que cada uno desea creer. Tal vez debamos dar menos importancia a las formas en que se nos presenta y quedarnos con su esencia…
–Bien, Gorka, bien.LA CURACIÓNUna maldición planeaba sobre la aldea. Y los curanderos no lograban resolver el entuerto que había postrado en la cama a un anciano brujo de 67 años. Así que pidieron ayuda a Francisco, a quien muchos aún miraban con recelo un año después de su viaje.
Él aceptó el desafío y tomó la ayahuasca. En medio de ese trance que sume al ‘yachak’ en una travesía por los rincones más oscuros del subconsciente, descubrió el origen de la enfermedad.
–¿Por qué no invitaste a tu tío a la boda de tu hija? Él te está haciendo esto –sentenció.
El chico, que hoy ejerce como juez de paz en 34 comunidades, recomendó al brujo que botara una piedra mágica con la que realizaba toda clase de sortilegios, no siempre bienintencionados, y lo sometió a un ritual de limpieza. Agitó un ramillete de hojas de cauje alrededor del enfermo; sopló hasta vaciar sus pulmones; le chupó 18 veces los brazos, el pecho, la cabeza, las piernas… Así absorbió todas las ponzoñas que el paciente ocultaba en las entrañas.
–Dentro de él había pedazos de serpiente, de cangrejo, camarones… –me comenta convencido.
–¿Restos de animales?–Recuerda tus palabras…
A las siete de la mañana, se acercó al lecho del adulto mayor. Pero el hombre, ya liberado de su mal, se había levantado de la cama por primera vez en semanas. A partir de entonces, los nativos se agolparon frente a la humilde cabaña de Francisco para que atendiera a sus seres queridos.
A LOS BRAZOS DE DIOSEl 14 de marzo de 1974, a los 22 años, el ‘yachak’ recibió una primera llamada de Dios. Fue durante un partido de fútbol, que disputaba junto a otros moradores en la cancha de Río Blanco, la comunidad a la que se había mudado su pueblo. En medio del juego, oyó una voz grave procedente del cielo.
–Ve y prepárate para tu boda.Francisco se marchó a la carrera. Creía que una linda dama lo esperaba para contraer matrimonio. Pero en el trayecto cayó inconsciente. Su cuerpo se enfrió como el metal en pocos minutos. Todos lloraron la pérdida de su líder espiritual, depositaron el cadáver en un féretro y lo velaron durante dos días. Pero con el tercer amanecer, el joven abrió los ojos algo desubicado, como quien despierta de un largo sueño.
–Así sucedió. En la selva se dan fenómenos que en la ciudad nunca entenderán –apostilla Ángel, un habitante de Río Blanco.
–No se debe jugar con lo que dice Dios. En el tiempo que estuve muerto, sentí el poder del bien. Ahora siempre busco su bendición para sanar. Porque nosotros no somos dioses. Y hay enfermedades que, si están en fase avanzada, no se pueden frenar –destaca el ‘yachak’, próximo a cumplir los 63.
A raíz de aquella turbadora experiencia, Francisco fusionó la fe de su gente con el catolicismo. Quizás por eso jamás haya usado la ayahuasca para transformarse en fiera y pida permiso a las plantas antes de cortarlas y preparar sus mejunjes, con la humildad de quien no se siente superior a nada ni a nadie.
–Los ‘yachaks’ no somos chamanes. Quienes se convierten en jaguares solo pretenden alarmar. No hay nada bueno en ello. Amigo, siente la energía del agua –sentencia antes de coger mi mano izquierda y sumergirme en la poza sagrada de su pueblo.
–Supongo que no tengo nada que perder.
–Si no crees en ello, mejor lo dejamos.
–No. Sé Paloma Dorada conmigo.