Augusto apuntó a la sien de Laura a través del cristal. Como siempre, se paró en medio de la vía, a varios metros del auto. Detestaba apretar el gatillo de su nueve milímetros a quemarropa. Lo suyo eran los “crímenes de autor”. O al menos eso vendía él, que se creía un virtuoso del plomo y la golpiza por llevar el nombre del primer emperador romano.
No había terminado la secundaria, pero había memorizado a fuego un cuarteado libro sobre las gestas y desventuras de quien sucedió a Julio César, obsequio de su prima. Le fascinaba el magnetismo del tirano, capaz de crear un ejército a los 19 y, al mismo tiempo, pasar a la historia como un excelente administrador. Pero él había tardado dos años más en formar su banda. Y más que un ejército, parecía un batallón de mercenarios hambrientos.
Decía que matar a través de las ventanillas de los autos era como enfrentarse a un lienzo en blanco. Le excitaba pintar telarañas y estrellas en los vidrios con cada bala, colorearlas con ‘sifonazos’ de sangre. Así que en cada asesinato, variaba la trayectoria de los proyectiles y la distancia de disparo para plasmar nuevas estampas. Si se sentía inspirado y satisfecho con el resultado, inmortalizaba la obra con el celular.
Solía aprovechar su insolente sabiduría de callejón, empalagada con gestos de rapero fracasado y cierta incontinencia verbal, para encandilar a las peladas. Pero en verdad, no era más que un gallo sin espolones, un delincuente tabernario cuya libertad tenía precio: doscientas ‘latas’, que debía pagar cada mes al ayudante del jefe de Policía.
Porque tras aquellos ademanes de ‘choro’ intelectualoide, se ocultaba un joven ‘paniqueado’, que no se atrevía a cruzar la mirada con sus víctimas. Diez años de hebillazos y humillaciones a manos de su padrastro lo habían convertido en un muchacho tan volátil como un bidón de nitroglicerina rodando cerro abajo.
–¡Chu… Dame la plata, carajo! –le ordenó a Laura con el rostro oculto bajo un pañuelo negro y las pupilas incendiadas por el primer pase de coca del día.
–¿Otra vez? ¡Dos en cuatro meses! ¡Piedad, por Dios! ¡Mi bebita tiene leucemia, no cubro ni las medicinas!–respondió fuera de sí la joven, que detuvo su carro en seco, como si el vehículo hubiera sufrido un repentino ataque de hipo.
Era la mañana del 16 de mayo, un año cualquiera, no hace mucho, más bien poco. Los habitantes del cantón, en su mayoría camaroneros de manos agrietadas y espíritus serviles que trabajaban en los criaderos del alcalde, habían recibido los cheques de la quincena.
El sistema los había marginado de tal forma que ni los bancos abrían oficinas en la localidad. Allá no había negocio. Demasiadas deudas sin saldar. Así que los vecinos debían recorrer sesenta kilómetros hasta la ciudad más próxima para canjear los talones o sacar dinero de sus cuentas.
Los pillos tenían ‘sapos’ en las piscifactorías, que les comunicaban las fechas exactas de los pagos a cambio del 10 por ciento del botín. La suya quizás fuese la empresa más rentable de la zona, siempre a costa de unos lugareños que, en cada viaje de regreso a casa, con el billete ya en la ‘chauchera’, se jugaban el pan y la vida.
EN LA CARRETERA
Augusto y dos de sus hombres se habían apostado en la carretera que une ambos cantones, entre palmeras y matorrales, a la caza de incautos. Uno de ellos, como de costumbre, se situó a pocos metros de él, en la orilla contraria de la calzada. El otro se escondió a medio kilómetro, bajo un puente de hormigón, para detectar a las presas y alertar a sus compinches.
En cada golpe, variaban de ubicación. Debían sorprender a los vecinos y eludir a un reducido grupo de agentes honrados, comandados por el sargento Pinilla, que libraba su propia guerra contra el crimen con más corazón que acierto. Porque con el tiempo, los saqueos se habían vuelto tan habituales que los delincuentes decidieron unirse en una sola organización para no enfrentarse entre ellos por la plaza. Augusto, con más de treinta asaltos, lideraba el ranking y el grupo, aunque nunca había destacado por sus dotes de estratega. Era puro músculo y adrenalina.
Es posible que por eso, después de cuatro años, se relajara y repitiera escondrijo cerca del camal, que había cerrado sus puertas un par de horas antes tras otra noche de sacrificios y descuartizamientos.
–Dale. ¿Cuánto llevas? ¿El básico?
–Apenas 40. La bebita empeoró y tuve que ingresarla. Si no trabajo, no cobro.
–¡No mientas! ¡Saca todo o tu niña mañana despertará sin mamita!
–¡Ya, apúrate! ¡Va a llegar alguien! –le reprochó ‘Galán’, un metrosexual que tiempo atrás había ascendido al número uno en la lista de ‘papacitos’ locales a raíz de que protagonizara un comercial de detergentes.
–¡No miento, revise mi cartera! –replicó la mujer inundada en lágrimas.
–Te fregaste. ¡Baja del carro! –gritó Augusto encendido.
–¡‘Brother’, déjala! ¡Solo son 40 ‘latas’! –insistió su lugarteniente.
Avaricia, ira, soberbia. Los tres pecados capitales de Augusto, que optó por ignorar a su secuaz. Cuando no conseguía lo que buscaba, se enfurruñaba como el niño a quien sus padres le quitan la consola para que cene en familia. Enloquecido, olvidó su miedo a las miradas ajenas, zarandeó a Laura, le propinó un puñete en el pómulo izquierdo…
–¿Qué chu… estás haciendo? Ya sabes la norma. Nunca madres, pende... Y menos en su situación. La gente se nos echará encima –le recriminó ‘Galán’.
Demasiado tarde. A Augusto le obsesionaba conservar su estatus de malhechor sin escrúpulos. Posiblemente porque siempre se sintió débil e inseguro por dentro. Mientras volvía a dirigir su Colt niquelado contra Laura, creyó ver el rostro desencajado de su padrastro, ebrio de whisky ‘trucho’, en los ojos de ella. El primer balazo fue en la pierna derecha. La joven se retorció como un lagarto sin cabeza. El segundo… El segundo lo recibió él por la espalda, entre las vértebras lumbares.
–¡Perdiste el norte, hermano! Hasta nosotros debemos mostrar ciertos principios. Mija, haga presión en la herida. Yo llamaré a una ambulancia. Y guarde sus 40 dólares –remarcó ‘Galán’ ante el cadáver de su excamarada.
–Se lo agradezco en el alma –balbuceó la joven, que apoyada en el carro intentaba sacar fuerzas para taponar el orificio con sus propias manos.
–No se preocupe. Es superficial. Confíe en mí –sentenció el delincuente antes de subir a su moto y enfilar la recta de entrada al cantón.
A la mañana siguiente, el periódico local se hizo eco del suceso. “¡Banda criminal desarticulada! Augusto murió en extraño incidente y una mujer resultó herida en circunstancias que aún se investigan. Pero todo apunta a que se encuentra estable. ¡Terminaron los asaltos!”, anunció el rotativo a toda plana.
‘Galán’ apuró su café, dobló el diario y se asomó a la ventana. El sol se levantaba legañoso tras las montañas.
–Hoy será un gran día. Tengo principios, pero no soy idiota –susurró–. ¡‘Oruga’, alístate! Salimos a la carretera. Seguro que estará llena de gente confiada... Este relato está inspirado en hechos reales, pero sus personajes son ficticos.