La cicatriz del alcohol es una huella que Gustavo llevará hasta su tumba. No solo dañó su vida sino también su rostro.
Se la “regaló” un desconocido o quizás una mujer, porque no lo recuerda, pero lo cierto es que le sacaron la nariz de un solo mordisco.
La memoria no guardó ni siquiera un grito de la pelea de aquella noche. Fue en el sector quiteño de San Juan. La “chuma” fue épica y Gustavo solo se acuerda que despertó en el hospital.
Estaba vendado y el epicentro del dolor empezó en su nariz. La impresión de la herida lo empujó a la ventana del cuarto. Quería matarse por la deformidad pero una enfermera lo impidió.
“Pasé operándome durante cinco años”, dice Gustavo. Tenía 17 años cuando pasó. Por eso bebía como loco, para buscar la muerte, pero nunca la encontró.
Vivía en el borde de lo aceptable. Frecuentaba sitios peligrosos. Bebía con ladrones y golpeaba a su mujer. “La mandaba sacando de la casa”, recuerda.
Para que su esposa no entrara, este hombre de barba alocada como su personalidad, se sentaba en la puerta. Se rodeaba de trago y calmaba con gritos el llanto de sus hijos.
Gustavo no bebía todos los días. Lo hacía cada fin de semana. Raro era verlo “chumado” un lunes o martes. Pero el trago consumió su plata, el cariño de su familia y todo lo que hizo cuando fue contador.
Ahora ya no bebe. Pasaron 16 años después de su última copa. Ese es el tiempo que acude a un centro de alcohólicos anónimos. Está en una casa antigua, de las típicas que hay en el centro de Quito.
La compañera de GustavoAntes de que Gustavo contara sus malabares por la cuerda floja del licor, Angelita se adelantó narrando su historia.
Ella es compañera y amiga de Gustavo. Es una joven madre. Se casó muy joven cuando las chispas del amor le revoloteaban la barriga.
“Yo sabía que mi marido tomaba”, recuerda la chica. Pero no pensó que ella también sucumbiría.
Angelita tuvo su primera “chuma” cuando estaba en el colegio. Un trabajo de curso fue el pretexto para comprar vino. Sus compañeras la convencieron en un afán de reto.
Lo aceptó y pagó las consecuencias. “Mi papá era carpintero y me pegó con una vara de esas bien gruesas”, recuerda un tanto sonriente.
Cuando se casó, el suplicio llegó de la mano con las peleas. Las constantes borracheras de su esposo la hicieron reaccionar de manera equivocada.
“Pensé que si yo tomaba con él, le daría una lección de que eso no estaba bien”, asegura. Pero su intento la empujó más al borde del alcoholismo.
Se separó de su joven esposo y el trago le arrancaba por un rato la pena que sentía. Poco a poco se olvidó de su hija, su trabajo y de su familia.
Quiso vencer al trago. Llegó también al centro de alcohólicos anónimos donde aprendió a controlar su vicio. Lleva seis años menos que Gustavo evitando el licor.
Alcohólicos anónimos en la capitalHugo es el presidente del centro de Alcohólicos Anónimos donde van Gustavo y Angelita. Él encabeza las charlas que se dan en la casa.
Las reuniones son de lunes a jueves, de 15:00 a 19:00. Cuando llega una persona nueva, ese día se le dedica la charla a quién se integra a la comunidad.
El nuevo se presenta, habla de su problema y lo acepta. En Pichincha hay 37 centros donde las personas inmersas en el mundo del licor pueden acudir.
No tiene costo, pero se mantienen con contribuciones que se puedan hacer. Un sombrero se pasa cuando finaliza la sesión y se pone lo que se tenga.
Hugo explica que el único requisito para que una persona quiera recuperarse es aceptando que tiene un problema.
“El alcoholismo es una enfermedad para toda la vida y es incurable”, indica.
Él es miembro de la comunidad y manifiesta que uno de los parámetros para alejarse del licor es contar la historia a otros. Se debe mantener el anonimato para proteger la identidad de los miembros.
“Siempre mantenemos el anonimato y eso es para ayudar a la gente como un todo. Que no sea el crédito de una sola persona”, detalla Hugo.
Por eso Gustavo y Angelita prefieren solo dar sus primeros nombres. Cuentan sus historias para que la gente lo tome como ejemplo, pero que no los señale con el dedo cuando pasen por la calle.
En toda la provincia de Pichincha existen 37 centros que conforman la red de Alcohólicos Anónimos que están distribuidos 10 en el norte, 6 en el centro, 15 en el sur y 6 en los Valles.
Si usted desea más información sobre los lugares que estén más cerca de su casa, puede acercarse a la Guayaquil N9-59, entre Esmeraldas y Oriente, en el centro de la capital o comunicarse a los teléfonos 02-228-9920 o 02-257-1621.
La atención es de lunes a viernes, de 15:00 a 19:00.
Indigentes se “chuman” en el centroSu cantina son las gradas de la plaza 24 de Mayo, centro de Quito. Es mediodía, pero el sol se asoma de vez en cuando, como si mirara por una ventana.
Un tenue calor se posa en las gradas y Silverio Pérez comparte una conversación inentendible con un amigo de tragos.
Pérez asegura que es albañil. Le gustan los zapatos de marca y con orgullo muestra sus zapatillas Puma blancas. “Las compré en ciento cuarenta dólares”, dice.
Tiene las manos sucias y un olor a licor se escapa de sus pocos dientes. “Mi mujer me botó porque tomo mucho”, logra gesticular este hombre de nariz aplastada.
Junto a su pie izquierdo está una botella con un líquido que parece gelatina sin espesar. Es la famosa “guanchaca” y se la puede comprar a un dólar en cualquier parte de San Roque o la 24 de Mayo.
William Calle, jefe de la unidad de Policía 24 de Mayo, ha identificado algunos puntos donde se expende “guanchaca”. Están el Penal, San Roque, la 24 de Mayo y San Blas. “En esta última hay tres familias que venden el trago”.
Calle manifiesta que el problema de los alcohólicos indigentes se agudiza porque no hay dónde llevarlos.
Según el oficial, en el Centro Histórico hay alrededor de 300 personas que beben y viven en las calles y unas 600 en toda la ciudad.
Los puntos donde existe mayor concentración de indigentes son San Francisco, Santo Domingo, en la vía al Penal. Mientras que la 24 de Mayo también es un punto de encuentro de los “chumaditos” como Silverio, que tiene 12 hijos y más nueras de las que puede recordar.