La salsa transpira por las paredes endebles de una casa de concreto color azul. Imposible no detenerse y sentir el hormigueo en los pies al son de los ritmos caribeños y fina voz de Álvaro José Arroyo González, más conocido como Joe Arroyo, considerado uno de los más grandes intérpretes de la salsa colombiana.
“En la ciudad y en el monte
Se encuentran los enemigos
Bajo el azul horizonte
Ya son muchos los caídos
La guerra mató al hermano
Queremos la paz
¡Bendito! ¡Sálvese quien pueda!”.
Es la estrofa de la canción La guerra de los callados (1990) que parece darle vida al deformado y curioso retrato del cantante inmortalizado en la fachada de esta casa. La fina voz de “El Joe” hace latir los cimientos de esta humilde vivienda que soportó sus primeros pasos, travesuras y el salto a la fama.
Las rebosantes caderas de las mulatas ataviadas con pantaloncitos provocativos se menean de forma sincronizada mientras suben por la caliente calle Bogotá en el “duro” barrio Nariño de Cartagena. En esta avenida que lleva a los turistas directo al cerro La Popa desde donde se aprecia la opulencia del puerto caribeño que contrasta con los sectores más deprimidos, sigue en pie la villa donde vivió Joe Arroyo desde los 3 a los 17 años. Aquí se formó la leyenda de la voz más cotizada de los burdeles de Colombia.
Aída Gueto Chávez tiene 69 años, su tupida cabellera es tan negra que parece no tener espacio para el florecimiento de canas. Se levanta con dificultad de una silla tapizada con trapos y una esponja vieja. Regala sonrisas a todo aquel que se acerque a su casa para conocer dónde vivió su sobrino, el inquieto Joe. “Vienen de muchas partes, hace poco vino una mujer de Israel para conocer la casa y me dijo que estaba enamorada de la música de Joe”, dice con lucidez. El estruendo de la salsa caribeña no la aturde, está acostumbrada y no es para menos, ella limpió su nalga, lo vistió, le dio de comer, sufrió y gozó con sus ocurrencias y le dio alas a sus sueños de cantante.
Del interior de esa casita, la más popular de este jodido barrio, dando pisadas de bebé, tanteando las cuatro paredes, aparece Julio “Peinaito” Ortega Cervantes, esposo de Aída y tío político de “El Joe”. Sus ojos saltones, recubiertos por una membrana, recorren de derecha a izquierda para identificar a los extraños que visitan su hogar.
Es un moreno locuaz de 73 años. Las sombras han reemplazado las imágenes alegres coloridas en su vida, perdió la visión hace algunos años. “Sé quién me hizo esta maldad, es alguien malo y envidioso de por aquí”, indica. “Peinaito” está convencido que fue una especie de maldición que lo dejó ciego. Su esposa escucha y se muerde los labios.
Cuando Joe llegó a los 3 años de edad a la casa de su abuela Modesta Chávez, doña Aída lo cogió a cargo, debido a que su hermana Ángela González Chávez trabajaba casi todo el día. En ese entonces caminaban sobre tierra, la vivienda era de madera y el techo de zinc. “Empezó tocando latitas”, recuerda “Peinaito”, agarrado del marco de la puerta de la casa y con el torso desnudo. Cartagena hierve a las 15:42, la gente camina rápido para huirle al sol castigador y más aún los que no habitan en Nariño porque pueden “pagar” en cualquier momento frente a los jóvenes impetuosos de manos largas.
Con sus dedos y pese a la ceguera, “Peinaito” señala los sitios por donde caminaba Joe con la cabeza dentro de un tanque tarareando sus canciones favoritas. Fue esta técnica la que, según su tío, le permitió afinar y modular su particular voz. “Era muy risueño, bajaba la loma alegre con el tanque cantando, otras veces lo hacía cargando agua... Decía que de grande sería cantante”, cuenta doña Aída.
“Peinaito” sonríe orgulloso, hincha su pecho y muestra un gran hueco en su dentadura por la caída de los incisivos inferiores. “No le enseñé a cantar, solo le di instrucciones sobre tonos, Joe no sabía nada de música movida”, dice. Así creció “El Joe”, caminando con tanques sobre su cabeza mientras cantaba las de Yaco Monti o Germaín de la Fuente, sus referentes.
Estos fueron los inicios del chico que fue “tocado por Dios en la garganta”, como comentaban los fiesteros, amantes de la música caribeña y demás personas que lo conocieron de cerca en la trasnochadora Cartagena.
A los 15 años, Arroyo fue el cantante del Súper Combo Los Diamantes, en Sincelejo; a los 16, de La Protesta, en Barranquilla; a los 17, de Fruko y sus Tesos; y desde 1981, a los 24, de La Verdad, con la que puso el mundo a sus pies con sus éxitos en la década del 80, La rebelión, La noche, Volvió Juanita, En Barranquilla me quedo, Centurión de la noche, A mi Dios le debo todo, Tamarindo seco, entre otros.
Doña Aída recuerda que la última vez que vio a Joe antes de morir fue a las 07:45 del 26 de julio de 2011 debido a un paro cardiorrespiratorio en un hospital de Barranquilla, fue en 2005, “estaba gordito”, dice con nostalgia. Le apena que no haya podido cumplir la promesa que le hizo a su abuela cuando empezó a “nadar” en la turbulencia de la fama: construirle una casita.
Cincuenta años después la vivienda donde creció “El Joe” no ha cambiado mucho: el cemento reemplazó a la madera, las tejas a las planchas de zinc, existen dos claraboyas por donde entra algo de luz simulando ser ventanas, de los dos cuartos uno alberga una escalera y unos cuantos trapos, en el otro está la cama donde reposan Aída y su esposo refrescados por un ventilador. En la sala, una nevera, un televisor de 21 pulgadas, un fogón, un espejo, dos cuadros de Joe y un gatito amistoso es todo el patrimonio de estos ancianos que comen de lo que sus hijos les dan y llenan el alma con las melodías inmortales del “Tocado por Dios” todos los días, a cada momento, con el volumen gritando por los parlantes. Quien cree que “El Joe” está muerto se equivoca, su presencia late con fuerza en su antigua casita, en cada melodía y en las calles de una zona pobre de Cartagena, aunque físicamente descanse bajo tierra.
La leyenda continúaAlgunos parientes de “El Joe” han seguido sus pasos en la música y cantan o tocan instrumentos para agrupaciones tropicales de diferentes sectores de Colombia, pero ninguno ha tenido la trascendencia del también compositor.
Pero uno de los 13 nietos de Aída, el pequeño Ismael David, de 2 años, es para esta familia un Joe en potencia. “Le encanta la música, es tan chiquito, pero agarra un balde y le da golpecitos como lo hacía Joe cuando tenía esa misma edad”, cuenta la mujer mientras muestra una foto del “sonerito”, hijo de Alvarino Ortega Gueto.
Espera ansiosa que Ismael David llegué a su casa desde San Andrés, donde vive con sus padres. Ella lo cuidará por un tiempo, quiere tenerlo en sus brazos, desea calmar ese dolor que aún perdura en su corazón y que crece cada vez que escucha las canciones de “El Joe”. No lo niega, “a veces me da mucha pena y lloro, no como antes, pero igual me hace falta Joe”, dice a la vez que sus manos juegan con el cruficijo que cuelga de su cuello.
Joe Arroyo murió a los 55 años a consecuencia de diversas complicaciones agravadas por la diabetes que padecía.
Estuvo internado durante un mes en un hospital de Barranquilla y su salud se deterioró notablemente en la última semana, al punto de que un obispo lo visitó un día antes de fallecer para darle los santos óleos.
Nació en Cartagena de Indias el 1 de noviembre de 1955 y a los 15 años adoptó el nombre artístico de Joe cuando decidió hacerse cantante profesional con el Súper Combo Los Diamantes.
El timbre de voz
de Arroyo hizo que sus seguidores desde los años 70 exhibieran carteles en sus presentaciones en los que aseguraban que su garganta había sido “tocada por Dios”.
Su tío político “Peinaito” asegura que la novela “El Joe” no refleja la realidad de la vida del cantante.
Se cree que el artista dejó por lo menos 150 composiciones y 50 producciones musicales.
“Humildemente, creo que soy la voz más importante de la música tropical colombiana de los últimos 40 años”, dijo en una entrevista.