La poesía llamada “El payaso” no es una declamación alegre como su personaje, al que fue dedicado, sino que contradictoriamente es un extracto del sufrimiento de estos cómicos que dedican parte de su vida a hacer reír aunque muchas veces por dentro su corazón llore.“Con mi sonrisa fingida tengo penas que ocultar, mas si yo, el payaso, pudiera hablar y contar mis amarguras hasta las almas más duras podrían conmigo llorar”, dice uno de los tristes versos que componen el poema.Dos de esos payasos que han sufrido, pero han continuado haciendo reír, se atrevieron a confesar cómo es lanzar un chiste a un público que no conoce las penas de estos teatreros de narices rojas.Uno de ellos se para en la calle Bolívar y Sucre, en el centro capitalino, él y sus compañeros, con la cara desnuda y sin trajes coloridos, se anuncian con un álbum de fotos donde muestran imágenes de sus rostros pintados en fiestas infantiles o cualquier evento que requirió su presencia.Uno de ellos es delgado y de voz algo ronca y se llama artísticamente Alegría. Parado en la calle grita “venga donde el payasito para su fiestita, la felicidad para sus niños”. Fuera del escenario, este hombre de 37 años es Édison Martín Contreras y vive en Quito desde hace 15. Él es de Puebloviejo, Los Ríos.Su vida la hizo en el circo de su padre de crianza, pero que ahora está cerrado porque faltan artistas. “Somos payasos, artistas cómicos, uno nace con eso, lo hace de corazón y no es simplemente pintarse la cara”, cuenta sentado en una grada de la plaza de San Francisco.Contreras dice que la vida de circo es bonita, elegante y hasta cierto punto podría ser envidiada, porque muchas personas que tienen dinero quisieran experimentar ese mundo de viajes. “Hace ocho años estuve en el balneario La Merced, en un circo, y un millonario se me acercó diciendo que le gustaría entrar al circo pero le dije que él no aguantaría”, dice el payasito Alegría.Esa experiencia cirquera es también de esfuerzo, porque según Contreras hay que meter mano: clavar las estacas, parar los mástiles, coser la carpa, unir las cadenetas y un “aniñado” no lo podría hacer porque es un trabajo “berraco”.Pero el recuerdo duro vino después de contar cómo era su camerino, un lugar elegante, con su espejo, colgantes para la ropa, la cama, cocina y un brasero para hacer sus parrilladas. A su mente regresó el día que le llamaron desde su Puebloviejo para decir que su madre murió en manos de su propio tío.“El hermano de mi mamita estaba tomando, ella le pidió que bajara el volumen de la música y él se enfureció, cogió un puñal y se lo lanzó a ella. Rebotó en un árbol de almendro y se clavó el cuchillo desde el brazo hasta el pulmón”, narra seriamente Contreras.Y aunque la pena se apoderó de su corazón, le tocó regresar a Quito luego de enterrar a su madre y de confirmar la noticia que desde un principio no la creía.Sus trabajos de payaso los hacía con la mente llena de ese recuerdo triste que le dejó el asesinato de su progenitora.Mientas Contreras terminaba de contar su historia, uno de sus amigos camina por la Plaza de San Francisco, pero no forma parte de los payasos que publicitan su trabajo en la esquina de la Bolívar y Sucre.El amigo de Alegría se hace llamar Ajolín, pero su verdadero nombre es Francisco Atisimbay, de 47 años, y es uno de los payasos que recita aquel poema en alguna actuación que así lo requiera.Trabaja en el mundo de la comicidad de narices rojas y sonrisas pintadas desde que tenía 12 años y su mundo artístico se ha concentrado más en el circo.“El circo es diferente, se trabaja para todo público, pero en la calle es más pensando en los niños”, dice Ajolín que tiene una chompa de cuero negra, cabello largo y parece roquero.Él dice que un chiste puede prepararse a través de la improvisación y de acuerdo a eso se le va quedando esa broma, por ejemplo en una fiesta de niños, detalla que tiene que ser hasta medio psicólogo, porque no se va a lanzar un chiste sin sentido, “hay que analizar al público, ver la edad, su estado de ánimo”.Ajolín cuenta una de sus anécdotas y recuerda que llegó al pueblo La Victoria, en Nariño, Colombia, y el circo estaba lleno de paramilitares. Él tenía un compañero trapecista y cuando subió, hubo un momento que se resbaló, fue en eso que uno de los presentes le insultó y le dijo que si se caía de nuevo, le metería un tiro.“Después salió el payaso que era yo y nadie se rió. Buscaba por un lado y por otro y nada que se reían, el mismo tipo me dijo: payaso, si no me hace reír, le meto su plomazo”, narra entre broma y seriedad.Entonces tuvo que molestar al público para salvar su vida y hacer reír a los hombres armados que fueron a divertirse.Pero una anécdota que le marcó fue estando en el mismo país cafetero, él también recibió una llamada para decirle que su madre estaba muriendo y que esperaba a Ajolín para despedirse. Pero el destino de este payaso fue así, como el poema, porque no alcanzó a decir un hasta pronto a su madrecita y tuvo que desahogarse en el escenario.“Me acuerdo que recité el poema de El payaso ante el público y lloré”, dice con melancolía.No suficiente con ese gran dolor que significa perder al ser que te trajo al mundo, el payasito Ajolín también perdió a su pequeño hijo de nueve meses, a quien lo velaron en el interior de una carpa de circo. “Ese momento de tristeza vino el dueño del circo y me dijo que era mi turno de actuar y pues lo tuve que hacer porque ese es mi trabajo, hacer reír aunque yo quiera llorar”, concluyó.
La poesía llamada “El payaso” no es una declamación alegre como su personaje, al que fue dedicado, sino que contradictoriamente es un extracto del sufrimiento de estos cómicos que dedican parte de su vida a hacer reír aunque muchas veces por dentro su corazón llore.“Con mi sonrisa fingida tengo penas que ocultar, mas si yo, el payaso, pudiera hablar y contar mis amarguras hasta las almas más duras podrían conmigo llorar”, dice uno de los tristes versos que componen el poema.Dos de esos payasos que han sufrido, pero han continuado haciendo reír, se atrevieron a confesar cómo es lanzar un chiste a un público que no conoce las penas de estos teatreros de narices rojas.Uno de ellos se para en la calle Bolívar y Sucre, en el centro capitalino, él y sus compañeros, con la cara desnuda y sin trajes coloridos, se anuncian con un álbum de fotos donde muestran imágenes de sus rostros pintados en fiestas infantiles o cualquier evento que requirió su presencia.Uno de ellos es delgado y de voz algo ronca y se llama artísticamente Alegría. Parado en la calle grita “venga donde el payasito para su fiestita, la felicidad para sus niños”. Fuera del escenario, este hombre de 37 años es Édison Martín Contreras y vive en Quito desde hace 15. Él es de Puebloviejo, Los Ríos.Su vida la hizo en el circo de su padre de crianza, pero que ahora está cerrado porque faltan artistas. “Somos payasos, artistas cómicos, uno nace con eso, lo hace de corazón y no es simplemente pintarse la cara”, cuenta sentado en una grada de la plaza de San Francisco.Contreras dice que la vida de circo es bonita, elegante y hasta cierto punto podría ser envidiada, porque muchas personas que tienen dinero quisieran experimentar ese mundo de viajes. “Hace ocho años estuve en el balneario La Merced, en un circo, y un millonario se me acercó diciendo que le gustaría entrar al circo pero le dije que él no aguantaría”, dice el payasito Alegría.Esa experiencia cirquera es también de esfuerzo, porque según Contreras hay que meter mano: clavar las estacas, parar los mástiles, coser la carpa, unir las cadenetas y un “aniñado” no lo podría hacer porque es un trabajo “berraco”.Pero el recuerdo duro vino después de contar cómo era su camerino, un lugar elegante, con su espejo, colgantes para la ropa, la cama, cocina y un brasero para hacer sus parrilladas. A su mente regresó el día que le llamaron desde su Puebloviejo para decir que su madre murió en manos de su propio tío.“El hermano de mi mamita estaba tomando, ella le pidió que bajara el volumen de la música y él se enfureció, cogió un puñal y se lo lanzó a ella. Rebotó en un árbol de almendro y se clavó el cuchillo desde el brazo hasta el pulmón”, narra seriamente Contreras.Y aunque la pena se apoderó de su corazón, le tocó regresar a Quito luego de enterrar a su madre y de confirmar la noticia que desde un principio no la creía.Sus trabajos de payaso los hacía con la mente llena de ese recuerdo triste que le dejó el asesinato de su progenitora.Mientas Contreras terminaba de contar su historia, uno de sus amigos camina por la Plaza de San Francisco, pero no forma parte de los payasos que publicitan su trabajo en la esquina de la Bolívar y Sucre.El amigo de Alegría se hace llamar Ajolín, pero su verdadero nombre es Francisco Atisimbay, de 47 años, y es uno de los payasos que recita aquel poema en alguna actuación que así lo requiera.Trabaja en el mundo de la comicidad de narices rojas y sonrisas pintadas desde que tenía 12 años y su mundo artístico se ha concentrado más en el circo.“El circo es diferente, se trabaja para todo público, pero en la calle es más pensando en los niños”, dice Ajolín que tiene una chompa de cuero negra, cabello largo y parece roquero.Él dice que un chiste puede prepararse a través de la improvisación y de acuerdo a eso se le va quedando esa broma, por ejemplo en una fiesta de niños, detalla que tiene que ser hasta medio psicólogo, porque no se va a lanzar un chiste sin sentido, “hay que analizar al público, ver la edad, su estado de ánimo”.Ajolín cuenta una de sus anécdotas y recuerda que llegó al pueblo La Victoria, en Nariño, Colombia, y el circo estaba lleno de paramilitares. Él tenía un compañero trapecista y cuando subió, hubo un momento que se resbaló, fue en eso que uno de los presentes le insultó y le dijo que si se caía de nuevo, le metería un tiro.“Después salió el payaso que era yo y nadie se rió. Buscaba por un lado y por otro y nada que se reían, el mismo tipo me dijo: payaso, si no me hace reír, le meto su plomazo”, narra entre broma y seriedad.Entonces tuvo que molestar al público para salvar su vida y hacer reír a los hombres armados que fueron a divertirse.Pero una anécdota que le marcó fue estando en el mismo país cafetero, él también recibió una llamada para decirle que su madre estaba muriendo y que esperaba a Ajolín para despedirse. Pero el destino de este payaso fue así, como el poema, porque no alcanzó a decir un hasta pronto a su madrecita y tuvo que desahogarse en el escenario.“Me acuerdo que recité el poema de El payaso ante el público y lloré”, dice con melancolía.No suficiente con ese gran dolor que significa perder al ser que te trajo al mundo, el payasito Ajolín también perdió a su pequeño hijo de nueve meses, a quien lo velaron en el interior de una carpa de circo. “Ese momento de tristeza vino el dueño del circo y me dijo que era mi turno de actuar y pues lo tuve que hacer porque ese es mi trabajo, hacer reír aunque yo quiera llorar”, concluyó.