Hace más de dos meses que dentro de Valentina (nombre protegido) se libra una batalla. Espectadora silenciosa de la pelea entre su corazón y su cerebro, las lágrimas no son suficientes para enfriar los ánimos caldeados de estos órganos. No está enferma, tampoco padece de un mal congénito, pero mientras su corazón le pide mantenerse inocente, su mente la empuja a la búsqueda de una solución para los problemas de salud de su madre.
Valentina tiene 19 años y quiere vender su virginidad. Así de frío y contundente. Su decisión es una cachetada que enmudece a una sociedad empachada de prejuicios, pero a ella poco le interesa aquello. Su deseo es tener los billetes necesarios para sanar cada una de las dolencias de su mamá, levantarla de la cama sobre la cual cayó derrotada hace seis años. Ella ignora la desesperada decisión que tomó su pequeña “flaquita”.
El recuento de los males de su mamá parece interminable: hígado graso, quistes en los ovarios, complicaciones en el páncreas, vesícula y algo que ningún médico ha podido descifrar, pero que la tiene al borde de la locura: una hinchazón dolorosa e inexplicable del estómago y constantes ahogos. Ella se siente morir.
Es miércoles en la mañana en la vía a Babahoyo. El cielo parece pintado con acuarela, el sol sofoca y las nubes se asemejan a almohadas blancas. En un local de comidas, Valentina aguarda paciente el momento para expulsar sus rencores, miedos, lágrimas y enfundarse una armadura de coraje y seguir con su objetivo, pese a que la duda le pone una zancadilla.
Sus brazos largos y flacos cubren parte de una mesa plástica. Deja escapar una mueca nerviosa que no llega a transformarse en sonrisa. Parpadea rápido y empieza a narrar, con voz escuálida, su terrible drama.
Recorrió 74 kilómetros -de Babahoyo a Guayaquil- en busca de un trabajo. Llegó entusiasmada hasta un centro comercial ubicado en el norte de la urbe porteña. La entrevista era para reclutarla como vendedora de enciclopedias. Todo bien hasta ahí. La decepción apareció cuando le dijeron que los primeros 15 días no serían remunerados, solo le darían la comida durante el tiempo de capacitación. El mundo se le vino encima, pensó nuevamente en las dolencias de su madre.
Afligida y con rabia salió de la entrevista y acudió a un cyber. Ingresó a la web de EXTRA y llenó el formulario de inscripción para la sección Reportero X. A las 10:36 del 31 de marzo envió el siguiente mensaje: “Tengo 19 años de edad y quiero subastar mi virginidad, soy ecuatoriana... y lo hago por amor a mi familia. Y no es una broma, es en serio. Le agradeceré su ayuda”.
La idea nació como una broma. Valentina y una de sus tías, la más “cómplice” y consejera, observaban en la televisión el caso de la brasileña Catarina Migliorini, quien en el 2012 vendió su virginidad por 780.000 dólares a un japonés como parte del documental Virgins Wanted, del cineasta australiano Justin Sisel.
“Para entregarle mi virginidad a un hombre que no lo merezca, para eso lo hago para ayudar a mi mamá. La vendo y ayudo a mi familia. Con ese dinero hago operar a mi mami y arreglo esa casa”, expresa una determinante Valentina. Su tía la escucha y solo sonríe.
Sin empleo que le proporcione un ingreso fijo, la joven presta dinero para pagar las planillas de luz y agua, y comprar algunas de las medicinas de su mamá. Es la última de cuatro hermanos. Los dos varones están tras las rejas, la mujer se embarazó a los 13 años y ahora tiene cuatro hijos. Ella ayuda con lo que puede a sus familiares.
Ha cargado con esta cruz desde que terminó el colegio. Le aterra ver cuando su mamá entra en crisis por sus dolencias. “A ella se le hincha el estómago y se ahoga, le falta la respiración”, dice, mientras el esmalte negro de sus uñas cae como pedazos de pared sobre la mesa al manipular hojas con los diferentes diagnósticos médicos de los males de su progenitora.
“A veces alucina, se vuelve como una criatura. Se va corriendo, ríe, llora, se pone agresiva, quiere irse de la casa y hay que agarrarla”, comenta. Cuando su madre cae en ese confuso estado la pierde por hora y media, aproximadamente. “No recuerda nada. Nos dice: ‘¿Dónde me he ido?’. Esperamos que se le pase y le damos agua con azúcar”.
Así ha peregrinado con su madre por hospitales de Babahoyo y Guayaquil, pero en ninguno, según ella, han acertado con los males. Nadie le ha dado la fórmula que la levante de su cama para que vuelva a ser la mujer fuerte y “camelladora” que ganaba 200 dólares por trabajar puertas adentro, que se “fajó” sola para criar a sus hijos porque no le fue bien con los hombres que solo le ofrecían besos y unos cuantos abrazos.
Entre pastillas, sufrimientos y amanecidas al cuidado de mamá, a Valentina se le nota la ausencia anticipada de algunos años de su juventud. Que no tiene novios, subraya. “¿Vaciles?”. Piensa unos segundos y responde que solo tres han merodeado su corazón, pero “no es fácil conmigo, tengo mi carácter”, advierte, y aclara que no le gustan los hombres melosos “y que quieren directamente algo...”. Su primer romance fue a los 13 años y duró menos de un mes. “Mi mamá nunca me dejó tener novios porque ella quiere verme primero casada”.
Recuerda que solo una vez uno de esos “proyectos de enamorados” intentó llevarla a la cama, pero nunca fueron a ninguna parte.
“Él quería, yo no”. Primero está su moral, aclara. Desea cumplirle a su mamá y no ser parte del grupo de excompañeras del colegio que obligadamente formaron familia a consecuencia de embarazos a corta edad.
También recuerda la indecorosa invitación a tener sexo a cambio de 300 dólares que le hizo el dueño de una tienda de abarrotes, cuando tenía 16 años, y a la que concurría para hacer compras antes que su vida se tornara más gris de lo que es ahora. Sus principios y convicciones la mantienen firme y con el anhelo de ser marinera, porque le gusta la disciplina, pero no lo ha logrado por falta de dinero y porque no existe otra persona igual de dedicada que ella para que cuide a su madre.
Plantada por su papáLos olores del humeante arroz blanco y el refrito para el seco de pollo que minutos después se servirá en los platos del local para ser devorado por los comensales impregnan el ambiente. Ahí Valentina hace un cálculo rápido del tiempo que ha compartido con su papá, aquel hombre que nunca apareció cuando en su escuela se celebraba el Día del Padre. “No he pasado más de una hora con él”, espeta con unos ojos saltones que están a punto de desorbitarse de la ira.
“Mis compañeros estaban acompañados por sus papás y yo no tenía a nadie cuando había eventos en la escuela. Nunca pasó conmigo, nunca fue a la escuela, nunca tuve a alguien que me abrazara”, narra con unos ojos hinchados por furia, lágrimas y nostalgia. Frota sus manos y encoge sus pies cubiertos con unas sandalias gastadas.
Un día de marzo pasado, Valentina se cansó de sentir rencor por su papá, con quien nunca ha convivido y solo sabe que aún no deja este mundo porque a veces se comunica a través del celular. Quería conocer a sus abuelos, hermanos, tíos, primos y más familiares para que asomaran en todos estos años.
Le pidió a su tía que la acompañara a la casa de su padre. Llegaron al recinto Mata de Cacao y desde ese sitio lo llamó por teléfono. “Me dijo que no tenía moto y que no me podía mandar a ver, pero me pidió que cogiera un carro que vaya hasta el recinto La Monserrate y que me quedara en el cruce, que me esperaría en un comedor”.
Esperaron más de una hora hasta que llegó un transporte. Abordaron el bus a las 12:00 y quince minutos después estaban en La Monserrate. Valentina cumplió las recomendaciones de papá: lo esperó en el comedor, bajo un árbol. A las 14:30 su tía le dijo que habían esperado suficiente tiempo y que su padre no llegaría. Nunca vino.
“Eso me dio más desapego. Es feo no sentir el cariño de tu papá. Ese día quería pasar más de una hora con él. Después de eso nunca más lo volví a llamar”, rememora con pausa antes de secar por segunda vez sus lágrimas.
En el “horno” llamado hogarIngresar a la casa de Valentina es un desafío para quien no cuenta con habilidad para sortear las cañas que estorban la entrada. Están apiladas, una encima de otra, parecen cañones enfilados hacia el enemigo. Hay que subir la pierna hasta el nivel de la cintura y empezar la corta e inestable ruta entre telarañas y fétidos olores de excremento de gallinas.
Tras recorrer encorvado el oscuro camino se escucha el piar de varios polluelos que se mezcla con el ladrido ahuyentador de un perro enfurecido. A la vista hay tres o cuatro viviendas unidas por un estrecho patio. En una de esas casas, detrás de una funda plástica transparente que funge como puerta, se encuentra, a menos de 10 centímetros del piso, doña Lola (nombre ficticio) con sus dolores, batallando contra el calor.
Viste una bata floreada que muere en sus rodillas. Mantiene la boca abierta todo el tiempo, su abdomen hinchado se contrae con rapidez debido a la agitada respiración. Con la mano izquierda agita una pijama de Ben 10 de uno de sus dos nietos, que habitan con ella, para suplir la falta de un ventilador.
Se queja en silencio. A las 12:32, algunos de sus múltiples males la atormentan. Su respiración es más agitada. La habitación de 5 x 8 metros es un horno. El piso de madera cruje con cada pisada, parece hundirse. Las tres paredes de caña son débiles, el otro muro es de cemento y pertenece a una casa vecina. “Ellos (vecinos) no se molestan por usar esa pared”, explica Lola, de 44 años.
Hace 20 años reside en ese pequeño espacio de un solo ambiente. Es sala, comedor y dormitorios al mismo tiempo. El baño queda en el patio, pero esa es otra historia.
No duerme, se desvela por los “achaques”. Se “come” todo el día viendo televisión porque no puede mantenerse de pie, siente el cuerpo pesado. “Me da miedo quedarme dormida porque me ahogo”.
Lola levanta la mirada y la dirige hacia Valentina, “mi único paño de lágrimas es mi flaquita. Se ve que ella salió más despierta en todo sentido, es mi cabecera”, señala la señora. Valentina traga amargo y frena el llanto.
“He sido mamá y papá. Fracasé en mi primer matrimonio, me hice de otro compromiso y tampoco me fue bien”, reniega. Recibe el Bono de Desarrollo Humano (50 dólares), pero asegura que el dinero se esfuma solo por pagar el servicio eléctrico.
“Deshincharme la barriga”. Así pronuncia su único deseo. Quiere volver a ser la mujer trabajadora de hace ocho años. Salir nuevamente a la calle y pasear, y no sentir vergüenza por su condición. Quiere vivir, pero no sabe dónde acudir.
¿Qué otro golpe le puede propinar la vida a Valentina? Hay uno más, quizá el más fuerte y bajo: su indecisión. Rumiando sus dedos y con la mirada gacha, asegura que no sabría qué contestar si alguien llega con el dinero que estaría dispuesta a pedir por su virginidad. “Nunca lo pensé. Sé que tengo que cumplir, pero no sabría qué hacer. Me gustaría perderla con alguien que quiera. Y ahora solo quiero salvar a mi mamá”.