Ventean sus marchitos colchones sobre un techo de metal deformado. Como siempre, han pasado la noche hacinados en dos dormitorios colindantes. Sesenta metros cuadrados donde 12 menores y 28 jóvenes adictos a las drogas, como cerillas rancias en una caja cuarteada, comparten pesadillas y anhelos. Para librarse de los piojos “y otras infecciones”, llevan el pelo rapado. “Aquí es de ley”, apunta Emilio, el director del centro.
Una de las habitaciones, pintada en tonos anaranjados, dispone de tres camastros; un inodoro sin cadena, en el que se aprecian restos de orina; y un plato de ducha. Ni rastro de la regadera o los grifos. A los muchachos no les queda más remedio que pedir turno y emplear unos baldes para asearse. Al igual que en el despacho de Emilio, no hay ventanas que faciliten la ventilación. Tampoco abundan las sábanas y almohadas que hagan más llevadera la “mona” (síndrome de abstinencia). Huele a sudor, a humedad llameante.
Durante el día, el otro dormitorio hace las veces de comedor y sala de reuniones para las terapias de grupo, dirigidas por pastores evangélicos que “hablan principalmente de la palabra de Dios”. Pero no se avistan mesas para escribir ni apoyar los platos. Tan solo unas sillas de plástico. Cuando el sol se pone, los internos extienden sus colchones sobre un desnudo suelo de hormigón. Y allí mismo, sin más abrigo que la ilusión por retomar el control de sus vidas, intentan conciliar el sueño.
“Yo no oculto las carencias de las instalaciones. No me gusta engañar. A las familias se las enseño y les explico que esto es lo que puedo ofrecerles. Para acondicionarlas y que queden mínimamente bien, tendría que invertir al menos 5.000 dólares. Hay espacio para habilitar tres cuartos más, pero el poco dinero que he ahorrado lo voy a destinar al nuevo centro. Si lo empleara aquí, me arriesgaría a que la dueña de la casa no deseara renovar el contrato de alquiler. Confiemos en Dios hasta que terminen las obras”, argumenta el director, que llegó a acoger a “120 chicos” entre esos lúgubres muros. “Esta mañana, una señora me pidió ayuda para su hijo, pero le dije que no podía atenderlo. Ella me suplicó porque le exigían 400 dólares al mes en otro centro cercano. Se fue llorando”, apostilla.
En las épocas de mayor afluencia, algunos adictos se instalaban en el dispensario, donde Emilio ha colocado tres camas, un equipo de oxígeno, un microscopio, una báscula, instrumental para cirugías muy básicas, una mesa, un par de sillas y un botiquín que está prácticamente vacío. Un médico les presta asistencia “cuatro días por semana”, de martes a viernes, entre las 14:00 y las 17:00. “Él da las órdenes para realizar las pruebas de orina, sangre y heces, que luego se procesan en un laboratorio. Y, según los resultados, decide qué tratamiento administra, siempre dependiendo de las posibilidades económicas de la familia: sueros de limpieza y vitaminas, pastillas de Lyrica y diclofenaco… No usamos dopamina, benzodiacepinas ni derivados de la morfina”, precisa.
El director afloja y reconoce que el material que utiliza es muy elemental. “La ayuda médica resulta prioritaria e indispensable, pero tenemos unas limitaciones terribles. Los centros de salud están abarrotados de medicinas, y aquí nos faltan inyecciones, pastillas…”, remarca afligido al tiempo que dice entender las críticas de la comunidad científica hacia centros como el suyo. “Si en mis manos estuviera contratar a profesionales, lo haría”, sentencia.
AUTORIZACIONES Conseguir un permiso oficial “es un tema complejo”, ya que implica cumplir “unos requisitos prácticamente inalcanzables” para personas como él, “teniendo en cuenta el lugar donde se encuentra el centro” y su situación económica: “No digo que sea imposible, pero nos exigen un psicólogo permanente, un psiquiatra, un doctor, una enfermera, una trabajadora social, guardias de seguridad… Todos asegurados. De modo que debería contratar a varios médicos para que rotaran entre ellos, a varias enfermeras, a varios psicólogos, a varios guardias... Como mínimo, cada familia tendría que pagar 500 dólares al mes. Eso es lo que cobran en los centros regulados. Nadie se lo podría permitir en esta zona de la ciudad”, comenta resignado.
No obstante, puntualiza que las autoridades han variado últimamente de estrategia y, en lugar de clausurar directamente los centros clandestinos, están enviando a algunos funcionarios “para que detallen a los directores las mejoras que deberían llevar a cabo” de cara a obtener la legalización.
“No menores de edad, no más de quince personas… Preferiría que no me visitaran acá porque sería un caos. La infraestructura no presta las condiciones adecuadas. Yo lo sé. Algunos chicos requieren los servicios de un psiquiatra, un psicólogo o un trabajador social que se involucre más de cerca en sus casos”, indica.
LA DIETASon las 12:30. En la cocina, tres internos se afanan por preparar unas cazuelas de arroz con sango sobre dos fuegos de gas butano. Emilio es consciente de que no está ofreciendo una dieta variada a los jóvenes, que entre otras actividades confeccionan sandalias en un precario taller levantado en el patio, donde resulta imposible protegerse del sol salvo bajo la tenue sombra que proyecta una malla azabache de invernadero. Aunque asegura que, a diferencia de otros colegas, él sí se esfuerza por alimentarlos.
En verdad, los platos que sirve a los muchachos, casi siempre con el arroz como protagonista, se asemejan bastante a los que ellos degustan en sus hogares.
“Hay escasez, pero aquí comen todos los días. Muchos mandan a los chicos a pedir alimentos en los mercados. Allí les regalan caldos de cabezas de pollo y, en ocasiones, un poquito de arroz. Si se quejan de hambre en el centro, el director les replica: ‘¿Te acuerdas de aquellos días en que tu madre te daba la comida, la despreciabas y la dejabas botada? ¡Ahora la valorarás!’, les gritan. Así justifican su irresponsabilidad y su falta de humanidad con el dolor ajeno. Y, sobre todo, dan rienda suelta a sus placeres: un buen perfume, un carro lujoso… Yo vivo de manera austera”, certifica molesto.
Los jóvenes aguardan el almuerzo en la sala de terapia. “¡Buenas tardes! ¡En pie!”, exclama Emilio. “¡Dios le bendiga, visita!”, responden al equipo de EXTRA. Una batería profesional rompe con la decadente y tétrica imagen de la habitación. Animado por la presencia de los forasteros, Winston (nombre ficticio) agarra las baquetas. “¡Un, dos, tres!”, clama frenético.
El contundente y acelerado martilleo de sus acordes espolea a los demás. Cada nota es un latigazo de esperanza contra la angustia acumulada. Los internos comienzan a palmear y a danzar sudorosos. Desean demostrar que siguen vivos. La droga no ha acabado con ellos.
Tal vez por eso sus voces suenen atronadoras, como aullidos rabiosos en la noche más oscura y solitaria. “(…) Y estaba Jeremías en el patio de la cárcel (bis). Clamando como un profeta en el patio de la cárcel (bis). Jehová le dijo al profeta: ‘¡Yo soy tu libertador!’ (bis). Y el profeta le contestó: ‘¡Sácame de la droga, señor! ¡Sácame de la droga!’”.
“JEREMÍAS EN LA CÁRCEL”Érase un hombre. ¡Gloria! (Bis)
¿Quién vive, hermano? ¡Cristo! (Bis)
¿Y quién se va? ¡La Iglesia!
¿A dónde? ¡Al cielo!
¿Con quién? ¡Con Cristo!
Y alábale, alábale, alábale, que él vive. (Bis)
Él vive, él vive, yo sé que Cristo vive.
Poder de Dios, ¡quema!
Poder de Dios, ¡quema!
Poder de Dios, ¡quema!
Ay, quema; ay, quema;
ay, quema, quema, quema. (Bis)
Pero ya, ya, ya llegó.
Pero ya, ya, ya está aquí.
Esas palmas que se van tan fuerte. (Bis)
Y así, así, así se alaba a Dios. (Bis)
Con mucha alegría y gozo.
Con mucha alegría y gozo.
Con mucha alegría y gozo.
Así se alaba a Dios.
Y estaba Jeremías en el patio de la cárcel. (Bis)
Clamando como un profeta
en el patio de la cárcel. (Bis)
Jehová le dijo al profeta:
“¡Yo soy tu libertador!”. (Bis)
Y el profeta le contestó:
“¡Sácame de la droga, señor!
¡Sácame de la droga! ¡Sácame de la droga, señor!
¡Sácame de la droga!”.
(Canción de la Iglesia Evangélica,
retocada por los muchachos del centro)
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