Las alucinaciones se sucedían aterradoras, inclementes. Aquella pérfida droga llamada heroína lo había sumergido en las profundidades del mismo océano que creyó domar a lomos de una tabla de surf.
Allá en la zona abisal, donde no llega la luz del sol, compartió su desesperación con los fantasmas de quienes no habían resistido el envite del narcótico. Algo dentro de él se resistía a dejarlos partir: “Organizaba farras en mi cuarto creyendo que mis amigos fallecidos me acompañaban. Ponía la música a todo volumen. De repente, mi mamá abría la puerta, me preguntaba si me había vuelto loco y yo le respondía: ‘¡No, si estoy con mis brothers!’. Ese es mi problema, que cuando tengo la ‘mona’ (síndrome de abstinencia) veo a mis panas muertos y sueño con ellos”.
Juan, guayaquileño de 37 años, nunca pisó tierra. Solo las olas del Pacífico le regalaban las emociones que los suyos le habían negado desde niño: “Soy disléxico. Y en casa reinaba el palo. Me prendían por no leer bien las manecillas del reloj o no entender algunas cosas. Los profesores de mi colegio no conocían la dislexia”.
Era uno de los mejores trazando tubos, aéreos y 360. Pero hace veinte años, su rodilla izquierda le reclamó que aflojara el ritmo. Buscó alivio sin éxito en los ‘maduros con queso’ (marihuana con base de cocaína). Y justo cuando empezaba a perder la esperanza de hallar un remedio para sus dolencias, unos surfistas alemanes, bajo promesas de curación inmediata, le ofrecieron heroína por primera vez en Montañita. El alcaloide ni siquiera se comercializaba en Ecuador.
“‘Vas a sentir una complacencia terrible’, me aseguraron. En ese instante, el pipazo me calmó”, relata arrepentido.
Durante algún tiempo, le resultó imposible encontrar aquel narcótico en el Puerto Principal. Hasta que contactó con unos navegantes extranjeros que lo traían “en pequeñas cantidades” a la Bahía. “Mis amigos pertenecían a familias con plata. Éramos unos cincuenta. Comprábamos cápsulas de heroína pura, que ahora mezclan con basura para hacer la ‘H’”, rememora.
Por aquel entonces, la fumaban en ‘mariachis’ (combinada con marihuana). Pero el filme ‘Trainspotting’ les mostró “nuevas formas de experimentar” con la droga. “Vi que la quemaban en papel de aluminio. Le di al ‘pause’ y repetí la maniobra. Así llegó el plonazo al país. Fumaba diez gramos al día. Luego, el plonazo ya no me sirvió. Y pasé a inyectármela”, afirma mientras descubre las cicatrices que las jeringuillas dejaron en sus brazos: “Me metía los dedos para sacarme la pus de los huecos y volvía a pincharme. Al final, una amiga me cauterizó los agujeros. Decidí jalarla, pero también desarrollé tolerancia. Y volví al plonazo”.
Adiós, hermanosSus amigos murieron uno tras otro, mientras paradójicamente el mercado de la heroína crecía. El alcaloide “comenzó a llegar desde Colombia”, gracias a mulas que ocultaban las cápsulas en el interior del estómago: “Les daban un laxante, las echaban y nos las vendían. Yo pagaba 80 dólares por cada una”.
Solo quince miembros del grupo sobrevivieron al infierno. Algunos encontraron un escabroso final, como aquel muchacho que copó las portadas de los periódicos a raíz de que encontraran su cadáver entre la basura. Había salido recientemente de un centro de rehabilitación. Estaba limpio y, por lo tanto, indefenso. “Se fue a un motel con un ‘man’, se inyectó y sufrió una sobredosis. El ‘man’ lo abandonó en un tacho”, evoca consternado.
Aunque nunca le cautivó, también consumió ‘H’ “de la mala”, ese derivado que muchos expendedores, tal y como adelantó EXTRA, cortan con krokodil. La dejó de golpe cuando alguien cercano a él casi pierde la vida: “Un pana mío tenía una ‘mona’ horrible. ‘¡Tráigame la medicina, que el chico se muere!’, me rogó su madre. Compré bastantes fundas, con tan mala suerte de que algunas llevaban krokodil. Se le pudrió la carne, le salieron agujeros, la piel se le pegó a los huesos... Lo pasé muy mal. Así que volví a las cápsulas”.
Las dudasEn 2012, la metadona llamó a su puerta por sorpresa, como esos vendedores de enciclopedias que van de casa en casa augurando sabiduría a quienes les compren un puñado de libros. Juan ya no distinguía entre realidad y ficción. Incluso avistaba sombras de temibles criaturas cuando se adentraba en el mar para surfear. “‘¡Tiburón, tiburón!’, gritaba. Pero no había nada”, declara cabizbajo.
Consciente de que el uso de la metadona no es legal salvo con el visto bueno de las autoridades, contactó con un ‘gringo’ que la vendía clandestinamente. Quería seguir los pasos de algunos amigos, que la conseguían en la Bahía.
“Me pidió 30 dólares por un frasquito. ‘Con ese dinero agarro casi media cápsula’, le reproché. Mis panas, cuando la tomaban, estaban bien unas horas. Pero luego se deshacían. Sudores, dolores de huesos, vómitos, diarreas, se pegaban contra la pared… El síndrome de abstinencia es mucho peor que el de la heroína, un caos. Tampoco tenían a nadie que les diera unas pautas sobre cómo consumirla. Me asusté mucho y, finalmente, no la probé”, rememora.
A pesar de que Juan ronda el metro noventa, se transformó en un espectro de noventa libras. Por suerte, ya ha recuperado la hercúlea silueta que lució de muchacho. Y espera retomar en breve los proyectos laborales que compaginó varios años con su adicción . Entre tanto, se refugia en la santería, a la que recurrió después de que intentaran asesinarlo “por un mal reparto de heroína” en el que no tuvo “nada que ver”, y recibe ayuda de profesionales: “No puedo fumar más. Es un calvario. Pero seguiré toda la vida con mi tabla. Amo el surf”.
REGRESO DE INFARTO“Hace cuatro años, cuando regresé a Ecuador, sufrí un paro cardíaco por no tomar mis dosis diarias de metadona. Estaba tan enmonado y me dolían tanto los huesos que mi cuerpo quebró y terminé en el hospital. Los doctores me salvaron. Luego sufrí vómitos tres meses, me puse en 120 libras cuando mi peso es 180, se me cayeron algunos dientes y otros se aflojaron… Varios amigos se suicidaron y otros fallecieron por sobredosis o por el síndrome de abstinencia”.
Jerson dejó de pincharse heroína gracias a la metadona, que consumió entre 2009 y 2010 en un programa público de rehabilitación neoyorquino. Pero en 2011, un error de bulto mandó al traste su recuperación: “Corté de raíz. Por eso me dio el infarto. Con la metadona se controlan el VIH y la delincuencia, pero no abandonas realmente la adicción. De hecho, es más difícil de dejar que la heroína”.
Cuarenta años de vida y dos décadas de drogodependencia dan para mucho. De ahí que Jerson se muestre tan categórico. Ha recorrido demasiados callejones sin salida como para morderse la lengua.
Aún conserva un marcado acento estadounidense e intercala palabras en español e inglés. Nació en Guayaquil y, con 6 años, se mudó a Chicago. Volvió a los 11 y se fue de nuevo a los 14 para instalarse con su madre y sus hermanos en una zona acomodada de la Gran Manzana.
A diferencia de muchos ‘hacheros’, él jamás se ocultó en los rincones más lúgubres de las grandes urbes para matarse lentamente. Jerson era un buen estudiante. Pero allá por 1995, antes de licenciarse en Contabilidad, se enganchó a todo tipo de estupefacientes y psicotrópicos: LSD, marihuana, cocaína, ‘crack’... “Me atraparon las orgías. Era un poco maníaco depresivo, mis padres se habían divorciado…”, destaca.
Como su familia no toleraba las drogas, se marchó de casa. No le faltaba el dinero, ya que contaba con dos empleos: uno en telemarketing y otro de capataz en la construcción: “Mi padre, arquitecto, me había enseñado muchas cosas del oficio”. Así pasó a convertirse en un “adicto funcional”, una de tantas personas que aparentemente se encuentran bien, “pero cuya vida privada es un desastre”.
Amores turbulentosLlegó a casarse dos veces. En ambos casos, se divorció. Su primera esposa, que “de buena parecía una monjita”, no soportó el problema que asolaba a su marido. Apenas aguantó tres convulsas primaveras a su lado. Después, Jerson se unió en matrimonio a una joven puertorriqueña, con la que mantuvo una relación de catorce años. Consumían cocaína juntos, pero “ella la dejó sin ayuda, por puros huevos”. Cuando rompieron, él cayó de lleno en la heroína.
A veces, se la inyectaba con enfermos de sida. El mal no lo infectó, según él, porque “siempre lavaba las jeringuillas con cloro”. Pero la angustia le empujó a buscar ayuda. Resistió cinco años “limpio”, mientras acudía a grupos de Narcóticos Anónimos. Hasta que olvidó su condición de adicto. “Recaí. Esta es la enfermedad del autoengaño”, reconoce estoico.
En el hogarJerson agarra una camiseta en tonos azabache que le regaló su padre, fallecido hace seis meses. La mira unos segundos. Sus ojos se humedecen. Él era su “mejor amigo”. Y baja el tono de voz cuando habla de su vuelta a Ecuador en 2011.
“Acá soy débil. Permanecí 19 meses en una clínica, siete de ellos como interno y el resto, con permisos de trabajo. Me rodeé de amigos que hice en Narcóticos Anónimos, pero poco a poco se desperdigaron. Y mi papá murió. Me vi solo y mi mamá enfermó de cáncer. Creí que la perdería y caí de nuevo, esta vez con la base de coca. Estuve a punto de destruirme. No sé cómo manejar mis emociones”, relata lloroso.
Hace varias semanas, un adolescente que limpia carros cerca de su casa le ofreció ‘H’. “Como buen drogodependiente”, picó. Le pareció “una porquería”, pero le atrapó durante quince días. Él opina que “la heroína te jode mucho”, aunque este tóxico sucedáneo “más aún”.
Ahora que ya ha alcanzado “la madurez necesaria”, espera apartarse definitivamente de las drogas y conseguir que el dolor acumulado le incentive “para hacer las cosas bien”. Quiere ayudar a otros adictos y centrarse en su madre. “Me da pavor pensar en inyectarme. Pero a los que venden ‘H’ deberían hacerles un favor. Porque Ecuador no está preparado para una epidemia”, sentencia.