1. “Al principio, quería morirme”“Mami, ¡tengo taquicardias! ¡Creo que me voy a morir!”. Nueve meses después de aquella aciaga llamada de teléfono, la voz rasgada de su hijo mayor aún martillea el alma de Luisa.
La reciente separación de su esposo y la grave enfermedad de su madre, que moriría un mes después, habían obligado a esta maestra guayaquileña de 43 años a buscar un segundo empleo. Solo así podía mantener a la familia. Por eso aquella tarde estaba lejos de casa.
“Cuando regresé, encontré al muchacho en la cama. Lo peor había pasado, pero reaccioné mal. Le pregunté si consumía drogas. Él lo negó. Y le repliqué que lo dejaría tirado si me enteraba. Tenía los pómulos hundidos y el rostro más delgado. Pero preferí engañarme e imaginar que había bebido”, relata apenada.
Su hijo era un chico “introvertido”, que “jamás salía por las noches”, que se esforzaba por cuidar y proteger a su hermanito de nueve años. Entre los muros de su hogar, él siempre se había sentido “importante”, pero no podía soportar que los “pandilleros” de su colegio le llamaran “gallina”.
2. “Me gustaría que fuera un mal sueño”Cuando cae la noche y se abraza a la almohada, arrecia la ansiedad. Isabel no halla la manera de apaciguar su pena. Se revuelve en la cama, como un pececillo que colea frenético para liberarse del anzuelo: “Me gustaría que todo fuera un mal sueño, despertar y que las cosas estuvieran bien”. Pero la adicción de su único hijo a la ‘H’, fraguada hace dos años, es tan real como el cansancio que asoma por las resecas mejillas de esta guayaquileña de 35 años.
Por más que intenta contener el llanto, no puede ocultar su desgaste. Isabel, que combina su trabajo en un centro de salud con el estudio de una licenciatura, se emociona con facilidad al evocar los tiempos en los que el muchacho, de dieciocho años, destacaba como estudiante. “Lo más duro era presenciar su deterioro y sentir que no podía hacer nada”, resalta. Así que en su intento por encontrar respuestas, se castiga a sí misma. Cree que el cambio de su hijo pudo originarse a raíz de que comenzara a pasar menos tiempo con él tras su ingreso en la universidad. “Le he dado muchas vueltas. Porque antes era la típica mamita que le ayudaba a hacer los deberes”, se reprocha a sí misma.
3. “Ya he botado todas las lágrimas de tristeza”Ha tardado tres años en recuperar la sonrisa, dulce y pura como la leche con la que amamanta a su hijo pequeño. Pero Margarita al fin mira al futuro con optimismo. “No lloro más porque ya he botado todas las lágrimas de tristeza”, destaca complacida.
Su hijo Eduardo, de 22 años, lleva quince meses sin jalar ‘H’, ha retomado sus estudios de Bachillerato y colabora en las tareas del hogar: “Doy gracias a Dios por haberle ayudado”.
Atrás parece quedar aquella época, entre 2012 y agosto de 2014, en la que el muchacho desaparecía “durante tres o cuatro días”; chambeaba recogiendo basura para pagar su vicio; robaba a sus padres; deambulaba por Durán “como un indigente”, con los pies encostrados de lodo y el rostro marcado por pequeñas úlceras; y se encerraba en su cuarto para inhalar el narcótico cuando, por fin, volvía a casa.
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