Aún sueña con abrazarlo una vez más. Tal vez por eso Alexandra Córdova haya levantado un pesebre a escasos dos metros de la puerta de ingreso a su casa. Anhela que el “milagro” de la Navidad llegue a su hogar y su hijo desaparecido, David Romo, vuelva a su lado.
Esta será la tercera Nochebuena que ‘Romito’, como lo llama ella, no estará junto a sus padres. Mientras una fría corriente de tristeza se expande por un pequeño corredor que conduce a los dormitorios, Alexandra se sienta en el sillón principal de la sala, donde decenas de fotografías de David colorean una diáfana pared blanca. Es su particular ‘muro de las lamentaciones’ o, como lo bautizó hace ya tiempo, “el rinconcito de David”.
La imagen del niño Jesús reposa sobre un bufete. En la base de la figura reza el ya recurrente “yo reinaré”. Para la madre del joven, ese es el lugar más importante de la casa, como un altar sagrado que rememora aquel 16 de mayo del 2013, cuando escuchó por última vez la tierna, pero enérgica voz de su primogénito.
“Desde entonces, la vida sin David ha sido algo que nadie se puede imaginar”, resalta la mujer mientras una aguada perla cristalina recorre su mejilla izquierda. Alexandra se apresura a secarla, pero el dolor que se ha apoderado de ella aún la estruja y logra que las lágrimas vuelvan a brotar, como las gotas de jugo que emanan de una naranja fresca. Se deslizan hasta sus labios, donde se agarran a la piel del mismo modo que Alexandra parece aferrarse a la esperanza de recuperar a su hijo, que hoy tendría 23 años.
David adoraba la Navidad. Y no por los regalos, sino porque siempre intentó ser fiel a su verdadero significado y regalar cariño a quienes le rodeaban. Cuando el 24 de diciembre se acercaba, su mirada se iluminaba. Conseguía contagiar su alegría incluso a quienes podían sentirse algo malhumorados o apenados por los avatares de la vida.
A pesar de su juventud, le gustaba dar consejos y hacía notar la importancia que tiene el amor no solo en estas fechas, sino a lo largo de todo el año. En ese momento, su madre hace una pausa y mira al interlocutor: “Eso es lo que extrañamos de él. Era tan joven... así como usted. Cuando lo vi me sorprendió. Me recordó a mi hijo”, destaca.
Aunque evocar el pasado aviva su nostalgia, al mismo tiempo parece mantenerla enganchada a la vida. Le gusta resaltar las virtudes que David siempre atesoró: “Pese a que no está, sigue aquí, presente en cada uno de esos momentos que vivimos con él, en sus consejos, en sus enseñanzas (...). Seguiré luchando, porque necesitamos saber qué ocurrió aquella noche y por qué no pudo llegar a casa”.
La última Navidad La reunión tuvo lugar en casa de los tíos de Alexandra, en el sector de la plaza de Toros, norte de Quito. Asaron un pavo. La madre asiente para sí misma y, con la voz entrecortada, revela que era uno de los platos favoritos del joven.
Del mismo modo que parecía un adulto cuando emitía juicios u opiniones, en ocasiones era un niño más. Aquella Nochebuena jugó con sus muñequitos y vio varias películas, acompañado de sus familiares. Abrió los regalos al volver a casa, después de la medianoche.
Entonces, Alexandra se rearma para exigir a las autoridades que, “mediante un trabajo profesional”, le devuelvan a David, su pequeño, su adorado comunicador social que cursaba el cuarto semestre en la Universidad Central de Ecuador.
“Desde que no está físicamente con nosotros, todos los sueños que teníamos antes se desvanecieron. Todas esas ganas que teníamos de organizar una reunión desaparecieron. Hemos perdido esas ilusiones y, como familia de David, ya no festejamos las fiestas que antes celebrábamos con tanto entusiasmo”, admite abatida.
Al menos sacó fuerzas para armar el nacimiento de Jesús con la Virgen. Esa imagen de amor incondicional entre una madre y su hijo la enternece. Se identifica con ella.
Ella ansía que en estas fechas tan señaladas sus ruegos hallen respuesta. Cada día, desde el 16 de mayo del 2013, mira al cielo y pide por su regreso. Un “milagro”, eso es lo que espera Alexandra, quien recoge una servilleta para rozar suavemente sus párpados y evitar que el rímel negro se esparza por su cara como la pena que la atenaza.
Ella aún no ha perdido la fe. Confía plenamente en la vuelta de su hijo, a pesar de las infinitas desilusiones que ha padecido en cada intento de búsqueda. “Mientras más pasa el tiempo, más sentimos esa ausencia. Nunca pensé en que pasaría 31 meses sin saber de David”, apunta.
Suena el timbre de la casa. Alexandra se sobresalta. Pero cuando abre la puerta, no hay nadie al otro lado del umbral, solo ese vacío que la acompaña desde hace más de dos años.
“Como siempre he dicho, una persona muere cuando se le olvida. A él nadie lo ha olvidado, sigue tan presente en cada una de las fotografías, en cada uno de los recuerdos...”, enfatiza la madre, quien se levanta de nuevo y se dirige a una de las habitaciones, donde guarda decenas de imágenes de David y la guitarra que, con tanta ilusión, trataba de aprender a tocar. Fue un obsequio de sus abuelos maternos, Marcia Segarra y Juan Córdova. “Le gustaba cantar, aunque cantaba muy feo”, señala la mujer, quien sonríe por primera vez en la entrevista.
Da la sensación de que Alexandra conserva tantas instantáneas, afiches y retratos de su hijo para sentirlo más cerca, para suplir la falta de palabras, abrazos y besos.
Pero el papel jamás podrá sustituir a la piel. Y ella lo sabe mejor que nadie.