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“Aún sigues en el precipicio”

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Gorka Moreno, Guayaquil
Alejandro duda. En un acto reflejo, se remueve sobre una silla de madera que acumula tantas magulladuras como su lacerado corazón, encorva su famélica silueta y fija la mirada en el suelo. Las costuras de su ropa interior asoman sobre unos holgados jeans que tiempo atrás, cuando le bastaba con correr detrás de camionetas cargadas de golosinas para disfrutar de la vida, quizás llenó. Hoy no ha usado gomina para perfilarse el flequillo. El agotamiento provocado por el síndrome de abstinencia ha podido con las ganas de agradar que demostró en la última cita. Pero su madre, Rosario, se resiste a perder la fe. Tal vez por eso pintó la fachada de su modesto hogar en un llamativo verde botella.
La presencia de la psicóloga Glenda Aguirre y el médico Pedro Valdivieso, funcionarios del Ministerio de Salud Pública (MSP) en el distrito 8 de Guayaquil, intimida a este joven de 20 años. Tras nueve días sin jalar, cree que se ha desenganchado. Hace unas semanas, pedía ayuda a través de este periódico para conseguir una plaza en un centro de rehabilitación estatal. Ahora recela de los foráneos. “Es algo habitual”, destaca Glenda.
A su lado, un gatito negro, tan escuálido como él, se enfurruña con un lapicero que no logra atrapar entre sus incipientes garras, mientras los ojos de Rosario apuntan inconscientes a un cartel que cuelga de una desnuda pared de ladrillo. “Jesús les dijo: ‘Yo soy el pan de vida. El que a mí viene nunca tendrá hambre. Y el que en mí cree no tendrá sed jamás’ (Juan, 6, 35)”. Alejandro no tiene apetito, pero no porque se haya saciado de Dios, sino de “H”, ese mortífero derivado de la heroína que muchos expendedores, tal y como adelantó EXTRA, cortan con krokodil.
El pasado 21 de mayo, su madre hizo caso a los médicos y sacó al muchacho de la región noroeste, donde reside con ella y sus dos hermanos –Willy, de 22 años, y Francisco, de 19, también son adictos al narcótico–. Se aprovisionó de fármacos, cruzó la ciudad y se plantó en la casa de sus padres, situada en pleno suburbio del Puerto Principal. Temía por la vida de su hijo.
“Le pusieron una inyección con vitaminas porque estaba muy débil. Casi no tenía pulso. Creímos que moriría. Después llegó la ‘mona’. Me pedía pastillas constantemente, no paraba de gritar, boqueaba, se revolcaba en el piso, lo mismo tenía frío que calor, luego no podía moverse ni caminar... Parecía una calavera”, recuerda turbada.

LA CONVERSACIÓN
–¿Cuánto tiempo llevas con la “H”? –pregunta gentil la psicóloga. –Este es mi cuarto año.–Hola, soy Pedro. ¿No has inhalado nada desde hace nueve días?–Nada.–¿Y tomas alguna medicación?–Sí, el doctor le recetó Lyrica (pastillas para mitigar los agudos dolores de huesos y la ansiedad), Neuryl (benzodiacepina con propiedades anticonvulsivas, ansiolíticas y antipánico, cuyo uso rechazan algunos psiquiatras porque, a su juicio, “genera adicción e interactúa con las drogas”), somníferos, unos sueros para beber y otro especial que se administra por vía intravenosa… Hoy debían ponerle este, pero no tengo los 25 dólares que cuesta –interrumpe la madre.

–Vengo a hacerles una propuesta. El Ministerio de Salud Pública ha creado un nuevo proyecto, el Centro Especializado en Tratamiento para Personas con Consumo Problemático de Alcohol u Otras Drogas (CETAD), donde recibirías un tratamiento residencial. Si aceptas, hoy mismo podrías ingresar. Ya te sometiste al tratamiento ambulatorio. Ahora queremos que te recuperes, te reinsertes en la sociedad y retomes tu proyecto de vida –le explica Glenda.–Pero no puedo dormir… –replica Alejandro, como si la desazón le impidiera escuchar a la especialista y pensar a largo plazo.–Te damos la posibilidad de acceder a un buen tratamiento. No tendrías que pagar nada, dispondrías de las medicinas necesarias… Hiciste un buen trabajo estos días. Nos gustaría escuchar tu respuesta –agrega la psicóloga.–¿Ya no me atendería el mismo doctor? –comenta inquieto el joven.–Es lo que querías, un tratamiento residencial hasta que estés listo para salir –precisa la psicóloga.–Lo sé. Pero me he desintoxicado. He pasado la enfermedad –alega el chico.–Si avanzaste diez o veinte pasos, no te compensa volver atrás. Y debes asumir un grado de responsabilidad. Es muy bueno que no hayas sufrido una sobredosis. Hemos tenido casos de chicos que se quedaron en coma. El apoyo de tu familia me parece extraordinario.–¿Y por cuánto tiempo estaría?–Un mes, dos, lo que desees. La estancia es voluntaria. No es una cárcel ni un centro clandestino. Allí hay médicos, psicólogos, terapeutas… Pero tú debes tomar la decisión.
A pesar de la amabilidad que derrochan los técnicos, las inesperadas reticencias de Alejandro tensan la conversación. Rosario, de 43 años, se muerde el labio inferior y se echa las manos a la cara para ocultar su preocupación. Intenta conservar la calma. Su amor por el muchacho es más fuerte que la rabia. Así que decido intervenir. Me aterra que el chico se pierda de nuevo. Posiblemente porque ahora debe sacar adelante a una niña de seis meses y su pareja, que tiene una hija de una relación anterior con un “descuartizador” condenado a 25 años de prisión, tampoco trabaja.

NUEVO INTENTO–Alejandro, tu madre está gastando más de cien dólares a la semana en medicinas, cuando casi no tiene ni para comer. ¿No me aseguraste que deseabas cambiar para dar ejemplo a tu hija? –le recrimino irritado.–Ya, pero el doctor me comentó que si aguantaba cinco semanas… –se defiende.–Yo no compro nada para mí. Todo lo gasto en ti. Al pequeño ya lo tuve en un centro clandestino, aunque debo decir que no me hicieron pagar. Allí había malos tratos, encadenaban a algunos chicos, el director llevaba pistola… Poco después de que lo sacara, clausuraron las instalaciones –rememora Rosario.–Una cosa es dejar de consumir y otra muy distinta, rehabilitarse. Aunque creas estar limpio, cada vez que regreses a estas calles oirás una voz dentro de ti que te incitará a jalar. Se llama “memoria de consumo”. Ahora bien, ninguno de nosotros puede ni debe obligarte a nada –remarco.

–¿Por qué no pruebas cuatro semanas? Es por tu bien. Pero hace falta decisión. Tienes que asumir que estás enfermo, que necesitas curarte. Si muestras una predisposición al cambio, algo habremos avanzado. Pero aún sigues al borde del precipicio. Debes asumir el reto. ¿De acuerdo o no? El compromiso es contigo mismo –sentencia la especialista.–De acuerdo –responde Alejandro sucinto.–Allá, en casa de mis padres, decía que la sangre le brincaba. Mi hermana cerró la puerta con llave para que no se escapara –añade su madre, temerosa de que el muchacho se eche atrás en el último instante.
–¿A qué se debe tanto reparo? –insisto.–Al tema de mi mujer y mi hija. Estoy acostumbrado a disfrutar de la niña. Será muy duro no verla.
 
–Pero en el CETAD también realizan terapias ocupacionales y con las familias. No siguen las estrategias de los centros ilegales, donde privan a los jóvenes del contacto con sus parientes y los dejan encerrados todo el tiempo, como le sucedió a tu hermano –precisa Glenda.–Bien, iré un mes.–Tal vez necesites más tiempo. Dependerá de tu evolución –matiza Pedro.–¡Hazlo! –le ordena Willy, quien gracias a su trabajo como zapatero y a pesar de su adicción a la “H”, está ayudando a sufragar las medicinas de Alejandro y a cubrir las necesidades básicas del hogar.–Mientras esperábamos noticias de ustedes, Willy solía rogarle que luchara para que le ayude a él cuando se cure –apostilla su madre.–Tienen razón. Me quedaré el tiempo que sea necesario –concluye Alejandro convencido.–Algunos chicos mejoran pronto y salen a hacer actividades al parque, al Malecón 2000… Señora, usted y sus otros dos hijos pueden venir los martes y jueves a mi consulta, en el centro de salud de El Fortín. Y les animo a participar en el grupo de apoyo de los jueves, donde se promueven terapias familiares. Así ellos también iniciarían un tratamiento. Mientras él se recupera en el CETAD, nosotros trabajaríamos con ustedes. Si puede acudir la esposa de Alejandro, mejor –sugiere la psicóloga.–Muy bien –responde Rosario mientras guarda cuidadosamente el papel que Glenda le ha dado con los horarios de las visitas.

Francisco, que aprovechó la ausencia de su madre para vender el tanque de gas por diez dólares, no articula palabra. Permanece agazapado a cinco metros de distancia, tras un muro de hormigón y una gorra de ala negra. Le acompañan dos amigos, que se han colado en la vivienda a pesar de que les insté a marcharse para que no condicionaran a Alejandro.–¡Ven a conversar! –le anima su madre.–No quiero que me encierren, pero iré a las terapias –asevera.–¿Ayer jalaste? –le pregunto para intentar averiguar por qué se ha mantenido tan esquivo.–Sí, una funda –reconoce cabizbajo.

DECEPCIONADOSRosario agarra aguja e hilo para zurcir el asa de la bandolera que Alejandro llevará a modo de maleta. “Deberíamos comprar un cepillo de dientes, pasta, jabón de manos…”, afirma aturullada. “No se preocupe. Prepare todo mientras visitamos al otro chico”, puntualiza el médico.Edwin, que lleva tres años enganchado a la “H”, formó parte de una banda que cometía asaltos en el sur de Guayaquil. Vive con su madre a pocos metros de Alejandro, en una de esas calles de la región noroeste donde los caminos de tierra, en época de lluvias, se convierten en indomables torrenteras que inundan de fango y zozobra el ánimo de los vecinos.Pero él no se encuentra en casa. Su madre, Belinda, que ya ha cumplido los 73, recibe al equipo del MSP en el porche. Lleva más de un año sin acudir a un centro de salud porque carece de dinero “para el taxi”.
Apenas puede moverse. Pasa la mayor parte del tiempo sentada junto al umbral de su puerta. Padece hipertensión y osteoporosis, de la que no se está tratando debido a que Edwin se gasta la poca plata que consigue en droga. El cuello de la anciana, cuya voz parece el liviano susurro de un hada malherida, pende hacia la izquierda. No halla la manera de enderezarlo.–Él sabía que iban a venir. Ayer me escuchó hablar con ustedes. Cuando colgué, se quedó callado. Hoy le he vuelto a insistir, pero se ha marchado después de desayunar.–No sabemos a dónde ha ido –acota el nieto de Belinda, que a sus 13 años se afana por estudiar y gozar de un futuro más prometedor que el de su tío.

–Nosotros hemos cumplido, señora. Pero Edwin, no. Es… –señalo resignado.–Un cobarde. Cuando ha llegado el momento de la verdad, ha huido –falla el chico.–Él me maltrata con sus palabras, me insulta, tira y rompe las cosas, se rebela... Y yo estoy muy delicada –apunta la anciana.

–¿Qué edad tiene su hijo? –pregunta la especialista.–40.–¿Usted toma alguna medicina para la tensión?–Sí. Neuryl en gotas (uno de los fármacos que también se prescribe a los adictos a la “H” cuando estos combaten la “mona”), unas pastillas… Aunque a veces tiemblo en la cama por los nervios.–Llamaremos a un doctor especializado en geriatría para que la visite. ¿Le examinaron de la osteoporosis?–Me hicieron pruebas en su día. Tengo la columna quebrada. Camino un poquito dentro de casa, pero me canso hasta cuando hablo. En 2013, me mandaron unas inyecciones que valen 120 dólares la unidad. Ninguno de mis tres hijos me las ha comprado. Para la osteoporosis, únicamente tomo paracetamol.–Quédese tranquilita. Haremos un seguimiento a su hijo. Y, algún día que él esté aquí, le ofreceremos nuestra ayuda –anuncia cariñosa Glenda.–Gracias, niña… Extra ha utilizado nombres ficticios para preservar la intimidad de los protagonistas. LEA Mañana CÓMO ALEJANDRO LUCHA CONTRA SUS FANTASMAS. LEA LAS OTRAS NOTAS DE ESTE ESPECIAL: 
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