De las casas de caña asentadas en estrechos callejones de tierra y arena, cerca de la orilla del río Guayas, quedan pocos recuerdos, pero la gente del barrio Cuba mantiene el ritmo alegre que siempre la ha caracterizado.
Desde la avenida Domingo Comín, pasando por las calles Robles, Estrada Coello, Límberg, 5 de Junio, entre otras, la música tropical, especialmente la salsa de la “vieja guardia”, como llaman a la música de la Fania All Stars y la Sonora Ponceña, por citar dos ejemplos, se escucha en cada balcón o negocio.
Ubicado en el sur de la ciudad, junto otro tradicional barrio, como El Centenario, este sector parece que nunca descansara. Muchos de sus habitantes laboran en el camal municipal o en el mercado Caraguay.
Otros tienen pequeños restaurantes, donde ofrecen lo típico de Guayaquil: el arroz con menestra acompañada de una carne en palito (sobre todo en las noches); hay quienes dicen que en décadas pasadas había un sinnúmero de bares con música a todo volumen.
Ahora no hay muchos, pero uno de ellos es el más emblemático: el de Miguel “Cortijo” Bustamante. Exjugador en la década del 60 de los clubes más populares de Guayaquil, como el Patria, Barcelona, y en la selección ecuatoriana, recuerda que en el barrio Cuba se asentaron muchos aserríos, con el tiempo empezó a poblarse.
Aunque tiene el estigma de ser un barrio “caliente” en cuestión de inseguridad, “Cortijo” rechazó esa aseveración. “No es un sitio malo, lo que pasa es que antes venían personas de sitios cercanos y se producían problemas”, acotó.
Sobre el nombre existen varias versiones, pero la más cercana es que la avenida principal se llamaba Cuba, pero a principios del 60 le cambiaron el nombre a Domingo Comín, pero la gente le siguió llamando así al barrio.
Según una ordenanza municipal del 22 de noviembre de 1929, se llamó Cuba al tramo desde El Oro al sur, como lo señala el libro Guía Histórica de Guayaquil, de Julio Estrada Ycaza.
Es común ver por las calles a comerciantes informales que llevan sobre sus hombros un palo, en cuyos costados cuelgan su mercancía: patas de cerdo y de res, riñón, corazón y menudencias.
Asimismo, Efraín Alvarado camina con varios cortes de lado sobre su cabeza. “Hace 35 años me gano la vida vendiendo casimires y tengo mi clientela fija”, indicó.
De rostro serio y algo fatigado por el trajín, Alvarado señaló que cada ocho días compra de las importadoras las telas (de 20 a 30 cortes) y los vende por pedido.
También es común ver carnicerías y frigoríficos. Geovanny Moreira administra uno de estos negocios ubicados en la E y Robles, donde de lunes a viernes, de 05:00 a 16:00, se abastece de todo tipo de carnes para venderla luego a los mercados de la ciudad.
En una casa esquinera está José Armendáriz almorzando para continuar con su trabajo en el camal. “A las 05:00 empezamos a trabajar depostando a las vacas que llegan de otras ciudades, las faenamos y dejamos listas para la distribución”, sostuvo, mientras observa su mandil cubierto de sangre.
Se siente orgulloso de su barrio. “Casi todos somos trabajadores del camal, pero los fines de semana peloteamos o jugamos al 40, ya no es como antes de peligroso”, aseguró.
A una cuadra está uno de los callejones que conduce al matarife. Allí viven los más antiguos moradores como Ángela Reyes Gómez, de 86 años. Sentada en el portal de su casa observa a varios niños que corretean por el lugar.
“A los 8 años vine con mi familia a vivir aquí desde Milagro, no podía caminarse porque el agua y el lodo nos llegaba a la cintura, a veces entrábamos en canoa”, relató la residente de cabello blando y agarrado con un moño.
Ahora, recalcó, se vive mejor, porque no les falta nada, incluso el callejón fue adoquinado hace cinco años y ya puede caminarse tranquilamente. Para ella, incluso, la inseguridad no es problema porque los policías patrullan a cada rato.
Las casas, en su mayoría de construcción mixta y algo despintadas, le dan una imagen pintoresca a este sector que nació entre fábricas y que, como doña Ángela afirmó, es parte del Guayaquil tradicional.