
l miedo impregna el ánimo de los marineros. Ha marchitado las casas del puerto y las barcazas, antaño lustradas con vivos colores. En los muelles de Santa Rosa se respira el pesimismo, denso como el hedor a bonito fresco que embadurna el aire. Desde enero, los pescadores artesanales de la provincia de Santa Elena ya han sufrido tantos ataques en alta mar como en todo 2014. Los ‘piratas’ se han apoderado de 111 motores.
Pero los lugareños siguen desafiando a la muerte en cada travesía por el Pacífico. Navegan sin botes salvavidas, chalecos ni bengalas, a bordo de motoras fabricadas en fibra de vidrio que carecen de lo más básico. No disponen de cabinas donde resguardarse ni de barandillas a las que amarrar sus recias manos cuando se encuentran a merced del oleaje, las tormentas y los vientos, especialmente rabiosos en las últimas semanas por la influencia de El Niño. Tampoco cuentan con una mísera letrina. Orinan en garrafas y defecan en la popa, asomando sus nalgas fuera del casco.
José Antonio González, ‘Pintado’, de 46 años y padre de siete hijos, es el capitán de la Mercedes Belén II, bautizada así en honor a su madre y su hija. “Yo reinaré”, reza la leyenda que acompaña a una imagen de Cristo junto al timón. Se echó a la mar de niño. Ahora posee dos embarcaciones.
Mientras coloca unos bidones de combustible en la popa, rememora cómo los piratas lo sorprendieron la semana pasada cerca de Perú, cuando faenaba en la ‘fibra’ de su hijo mayor. Perdieron dos motores de 75 caballos, una radio, un GPS, un teléfono satelital, una brújula, dos celulares... “Temimos por nuestras vidas. Solo pudimos llorar. ‘Ustedes mismos se hacen matar. Nosotros queremos los motores’, nos dijeron. Pero en la costa hay poca pesca. Por eso vamos allá”, comenta resignado. No tuvo opción de alertar a las autoridades, ya que le destruyeron el botón de pánico, un dispositivo “ineficaz” que a menudo “no funciona”. “Además, es lo primero que rompen”, constata.
Hace unos cinco años ya corrió la misma suerte en la isla del Muerto, emplazada a setenta millas al suroeste y destino final de la expedición que estamos a punto de emprender. Zarparemos en busca del pez sierra.
Los compañeros de ‘Pintado’ ultiman los preparativos. Sus miradas reflejan el desgaste acumulado tras tantas penurias. Apenas hablan. No hay tiempo que perder si queremos llegar a la isla antes de que caiga la noche. Raúl Muñoz, de 63 años, y Ángel Suárez, de 56, empalman unos cables. Guillermo Borbor, de 53, guarda las provisiones en la bodega. Y Wilson González, de 27, coloca unas colchas en el camarote, una ratonera de dos metros cuadrados ubicada en la proa. Todos tienen bocas que alimentar. Raúl y Guillermo, cuatro hijos cada uno; Wilson, dos; y Ángel, uno. Entre los cinco suman dos siglos en la mar.
Los marineros se enfundan unas medias sobre ajados pantalones de algodón, se calzan sus botas de goma y ocultan sus rostros bajo unas gorras. Raúl se tumba en la proa; Ángel, junto al camarote; y Wilson y Guillermo, en el medio. Todos de espaldas al agua para no mojarse en exceso. Yo me aposto al lado de ‘Pintado’, junto a los cuadros de mando. Nos esperan nueve horas de viaje. Rezo para que las pastillas contra el mareo surtan efecto. Pero la determinación de estos hombres me empuja a ocultar mis inseguridades.
RUMBO A LA ISLA
“¡Vamos allá!”, vocifera el capitán antes de santiguarse y acelerar. Son las 10:15. La bruma desdibuja el litoral como en un paisaje impresionista. Las aguas visten de luto; el cielo, de un gris plomizo. La barca, que transita a unas ocho millas por hora, se hunde y alza con la misma facilidad con la que estos aguerridos pescadores caen y se levantan, con una plasticidad semejante a la que exhiben las ballenas jorobadas que, a lo lejos, se yerguen imponentes sobre las aguas. Lástima que mi teleobjetivo no alcance a retratarlas.
Solo los ronquidos del motor quiebran el armónico estrépito de las olas batientes, que escupen alfileres salados contra mi cara. La inestabilidad de la lancha nos obliga a permanecer quietos. Un paso en falso nos mandaría al fondo del océano. De modo que no puedo conversar con la tripulación ni tomar muchas fotos. Pero aprovecho para charlar a gritos con ‘Pintado’.
“Casi todos los pescadores de Santa Rosa han sufrido algún ataque”, asiente preocupado. Como de costumbre, en el último asalto los ‘piratas’ aparecieron de madrugada. Dispararon a la ‘fibra’ de su hijo, los lanzaron al suelo, los pisotearon y les apuntaron con sus ametralladoras mientras desmontaban los motores. “Cuando concluyeron, nos encerraron en el camarote. Logramos abrirlo a duras penas”, precisa.
Para no quedarse varados, montaron una rudimentaria vela y navegaron una hora hasta que unos compañeros los rescataron y remolcaron hacia la costa. ‘Pintado’ aún debe 6.000 dólares de los motores al banco, más 8.000 de la última barca que adquirió. Así que hoy utiliza un motor alquilado.
En el primer abordaje, Raúl lo acompañaba. Al encontrarse cerca de la isla del Muerto, el capitán se lanzó al agua en medio de la oscuridad, nadó hasta tierra, donde hay una estación con militares y biólogos, y alertó por radio a su hermano, que faenaba en una segunda embarcación: “Gracias a una patrullera, salvamos a otro marinero”.
A LA CARA
La furia que crecía en el corazón de ‘Pintado’ le impidió permanecer impasible ante tantos ultrajes. Así que después de ambos ataques, investigó hasta dar con los malhechores. Deseaba observarlos a la luz del día, de igual a igual. Tras el primer asalto, se plantó en Puerto Pizarro, al norte de Perú. Allí encontró al delincuente que lo había agredido. “Me dieron ganas de quebrarlo, pero obviamente no le hice nada”, confiesa.
La segunda vez se dirigió a Puerto Bolívar. “Encontré a los culpables. Me quedé a cierta distancia unos segundos y me fui. Sentí una rabia horrible, porque no puedes desafiarlos. A un amigo mío lo asesinaron de un tiro en la frente, cuando pescaba con sus dos hijos, por no dejarse robar. Los muchachos se quedaron cuatro días en la barca, sin motor y con el cadáver. Un camaronero los recogió”, recuerda.
Con los ojos fijos en el horizonte, relata cómo sobrevivió a un naufragio cuando era un crío. Su lancha se rajó y los tripulantes bracearon dieciséis horas, aferrados a los restos de la embarcación, entre el oleaje y los tiburones. “He vivido de todo. Vi morir a dos amigos después de que un mercante destrozara su ‘fibra’, he navegado junto al tiburón ballena, he saltado encima de una jorobada que se había enganchado en nuestras redes para liberarla…”, narra estoico.
Nos detenemos a las 14:30 para almorzar. El traqueteo de la marcha se convierte en un lento balanceo, demoledor para mis tripas. “A ver si comemos pescado fresco”, advierte Ángel, que lanza un sedal al agua con señuelos fabricados por él mismo en tela de saco. La paga no les da para emplear costosos aparejos de plástico. “Aquí se improvisa”, apunta Raúl.
Pero las presas no llegan. Así que Guillermo saca una fuente metálica, prende carbón y prepara arroz hervido con atún de lata en una olla abollada. Parece un malabarista haciendo equilibrios sobre su rola bola. “Cuando el tiempo se pone duro, cocinar resulta aún más complicado. Las olas apagan el fuego, te vas de un lado a otro...”, destaca entre risas. “Hemos llegado a puerto guiados tan solo por el compás, con la cabeza encogida en medio de la tempestad”, agrega ‘Pintado’.
Ángel lo releva en el timón para que duerma unas horas. Él también sufrió dos asaltos: uno en 2010, a 55 millas de Santa Rosa, y otro en 2014, cerca de Anconcito. “No nos queda otra que convivir con nuestros temores”, sentencia.
“¡ARREA ESA Hue…!”
Arribamos a la isla del Muerto poco después del ocaso. El peñón se antoja como una borrosa mancha en la distancia, con esa forma tan característica de un cadáver tumbado boca arriba. Es hora de faenar, así que no cenamos. Con la puesta de sol, aumenta el riesgo de sufrir un asalto. Pero me consuela pensar que si nos ocurre algo, tal vez podamos alcanzar la isla a nado, como ya hiciera ‘Pintado’.
Pescamos a oscuras. Evitamos los focos para no dar pistas a los ‘piratas’ de nuestra ubicación. Hay miles de estrellas en el cielo y en la mar. Al contacto con el casco, el plancton se vuelve luminiscente y deja un reguero de cometas en la popa, que se funden con las luces que engalanan el firmamento. Unas impactan contra nuestros impermeables. Las otras son inalcanzables...
Raúl ha tomado el timón. ‘Pintado’ se ha colocado en la proa y Guillermo, junto a los plomos situados en la parte inferior de las redes. Estos serán los primeros en caer al agua cuando llegue el momento de actuar. Ángel y Wilson facilitarán la salida posterior de las mallas, que descenderán a siete metros de profundidad.
El capitán busca sombras de peces. Marca el rumbo a Raúl con sus brazos, como un guardia de tráfico. “¡Arrea esa hue…!”, chilla. Es el aviso que todos esperan. Ha avistado presas donde yo únicamente vislumbro negrura.
Los tripulantes lanzan quinientos metros de redes con la precisión de una cadena de montaje, mientras Raúl dibuja un círculo con la barca para cerrar las mallas. Terminada la maniobra, ‘Pintado’ le ordena penetrar en el interior y espolea a los marineros para que golpeen sus botas contra el suelo. El ruido empuja a las sierras contra la trampa. Ellos son de los pocos en Santa Rosa que continúan empleando este ancestral método. “Requiere demasiado esfuerzo”, admite ‘Pintado’.
“¡Dame pescadito!”, exclama Guillermo cuando, con el transcurso de las horas, comienzan a entrar decenas de ejemplares. Nadie habla de los malhechores. Deben mantener alta la moral. Pero las redes se enredan en las rocas del fondo. Wilson y Guillermo estiran una y otra vez en vano. Raúl desplaza la lancha hacia delante y hacia atrás. Treinta minutos después recuperan el trasmallo, aunque los destrozos en algunos tramos son considerables.
Capturas y enganchones se suceden hasta el alba. La humedad y el frío han entumecido mis músculos. Tras veinte horas empapado, me desplomo en la proa. Pero ellos, cómo no, continúan despiertos y pescando.
“REZO A DIOS PARA QUE ME LO TRAIGA DE NUEVO”
Los nervios carcomen a Lucía Pozo, la esposa de ‘Pintado’. El último asalto aún la tiene conmocionada. Hoy, cuando su pareja parta hacia alta mar, sufrirá de nuevo. Y lo hará en soledad. Como tantas otras veces, esta mujer de 39 años pasará las noches “rezando el rosario y pidiendo a Dios” que le devuelva a su marido sano y salvo. “Siempre estoy pensando en lo que puede ocurrirle. A los dos días empiezo a preguntar a otros marineros si lo han visto. Vivo en un estado de permanente incertidumbre”, resalta antes de despedirse del capitán con un tímido beso.