
El amanecer los sorprendió festejando la entrada en el nuevo año. Los San Lucas Mora se acostaron exhaustos pasadas las seis de la mañana. Tres horas después, un agónico rebuzno despertó a la familia. Kello, de 52 años, sintió que se ahogaba. De nada sirvió que introdujera sus dedos en la boca para intentar extraer aquel “cuerpo extraño” que le cortaba la respiración, ni que uno de sus hermanos le diera innumerables golpes en la espalda. Su dentadura postiza superior se había agarrado como un ancla a las paredes del esófago, cerca de la carótida. No podía hablar, tan solo hacer señas y agitarse desesperado.
“Creí que moriría. Siempre me la quitaba para dormir, pero aquel día se me olvidó y me la tragué”, susurra Kello, quien permanece postrado en la cama de un dormitorio tan revuelto como las crecidas aguas del río Daule que transitan junto a la antigua casa de sus padres. “Al principio, pensamos que quería vomitar. Pero pronto nos dimos cuenta del problema”, apostilla su hermana Marlene.
Los gritos despertaron a varios vecinos, que corrieron angustiados hasta el domicilio de los San Lucas, situado a escasos metros del puente Banife, en el cantón Daule, provincia de Guayas. La falta de oxígeno había teñido el rostro de Kello de un alarmante tono “morado”.
Entonces comenzó su tortuoso peregrinaje por tres centros sanitarios, en busca de algún especialista que lograra sacar a aquel ‘alien’ de sus entrañas. Primero, una amiga lo recogió en su carro y lo llevó al hospital de la localidad, donde poco a poco recuperó el ritmo respiratorio normal gracias a que la dentadura pareció acomodarse en un recodo de su cuello. Pero el dolor era demasiado agudo, como si le pincharan con cien agujas al mismo tiempo mientras alguien le retorcía el pescuezo. Para tratar de aplacarlo, se sentó boca abajo y se dedicó a gargajear y expulsar babas “durante horas”. No podía acostarse por temor a que la placa se moviera.
Kello, que vive con dos de sus diez hermanos y dos sobrinos, traga saliva para hilvanar sus frases. Las molestias aún no han cesado. Su tono de voz se ha vuelto lánguido, frágil, como el de un niño desvalido. Lleva quince días sin beber ni probar bocado. Se ha mantenido hidratado gracias a los sueros que le administraron por vía intravenosa. Aún se marea a menudo. Lógico, teniendo en cuenta que ha perdido unas diez libras.
Marlene pliega el toldo que lo protege de los mosquitos, le ahueca la almohada, le cubre las piernas con una fina manta de suaves colores y levanta la persiana que hace las veces de ventana. La luz del sol, algo perezosa tras las rabiosas lluvias de los últimos días, parece reconfortar a este humilde vendedor de jugos que, además, padece una discapacidad física del 30 por ciento a raíz de que un auto lo atropellara cuando tenía doce años y le triturara la pierna derecha.
Durante unos segundos, Kello se abstrae escuchando a los chiquillos que, enloquecidos, saltan al río desde el puente. “Algunos tal vez se tomen esto a chiste, pero no se lo deseo ni a mi peor enemigo”, remarca mientras se incorpora lentamente para salir al balcón con ayuda de Gloria y examinar las radiografías que le tomaron en su ciudad natal. “Tras la operación, le mandaron hacer reposo absoluto. La recuperación durará al menos un mes”, certifica Marlene.