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Capítulo V: No es fácil vivir con Lucy

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Viví un año con Lucy, la de los ojos tristes
Ella sin hacer caso de la diferencia de edad, y yo dominado por mis celos. Mis celos salvajes, mis celos locos, que me han acompañado siempre, desde entonces.
Lucy era dulce y clara como el agua. Estuvo casada anteriormente por más de 5 años y la experiencia de vivir con un muchacho de escasos 14 años la convertía en amante-madre del hijo que nunca tuvo. Me enseñó la mitad de lo que sé. Desde hacerle el amor a una mujer, hasta pegarme los botones de la camisa. Me enseñó a beber sin emborracharme, a amarrarme los pantalones, a limpiarme los mocos y llorar calladamente.
Pero sobre todo me enseñó el carácter íntimo y desconocido de la mujer, ese ser extraño y maravilloso que estaba descubriendo. Hablándome como si ella fuera otro hombre, Lucy me enseñó los secretos del sexo. Me enseñó que la mujer tiene 150 sitios, como un bello piano de otras tantas teclas, y que al tocarla el instinto sexual se enciende de inmediato. Me enseñó las claves exactas, las formas diferentes de acariciar cada punto, de tocar suavemente o golpear cada sitio erógeno, con el fin de despertar sexualmente a una pareja. Me enseñó los secretos recónditos del amor oral. Me enseñó lo que se siente cuando te lo chupan como si fuera un firulí, cuando te lo amasan como si fuera un pan de bono, haciéndome regresar a mis recuerdos más antiguos.
(El más lejano de todos, una mañana memorable con los ojos cerrados: iba por un páramo desierto, detrás de la mula cargada de leña y teniendo a la vista la ruana grasienta de mi tío abuelo Benjamín. De pronto se escucha un disparo en medio de la niebla. Un asesino “paveador” esperaba a mi tío abuelo en las profundidades del páramo. El viejo -debía tener como 70 años- se abalanzó hacia las rocas con el machete en alto y el asesino no pudo disparar una vez más. Resbalando entre los matorrales de Frailejón vi como mi tío abuelo lo picaba a machetazos y vi saltar la sangre como ramalazos en la niebla. En el recuerdo me llamaba Jairo.)
Lucy era así, capaz de llegarme muy, pero muy dentro.
Seguía betunando y robando para mantener la casa. Teníamos que pagar 15 pesos por la pieza y la comida nos salía a 50 pesos diarios: Por mucho que betunara no alcanzaba a hacer nunca los 20 pesos, así que los otros 30 tocaba rebuscárlos. Robé a razón de un reloj día de por medio en las calles de Cali, durante cerca de 12 meses y jamás me cogieron; nunca me agarrarían.
Mientras tanto en el  barrio Guayaquil, los vecinos se preguntaban cuál era la realidad sobre la “tía” y el “sobrino” que compartían una pieza. Los chismes estaban a peso el bulto y las mujeres se asomaban a la ventana, cuando salía de la casa armado de mi caja de betunar. Lucy debía estar pasándola difícil, pero no me decía nada. Algunas tardes la encontraba llorosa y preocupada.
Entre los vecinos “sapos” el que más gordo me caía era Raúl. De 20 a 21 años, Raúl “cobraba sueldo de hijo”en la casa en que vivíamos. Era el consentido de la dueña y un vago total. Por cosas de la vida me enteré que también había estado en Alaska más de un año por lesiones personales. Se suponía que era duro para el cuchillo y muchas veces cuando salía a trabajar lo encontraba afilándolo en la puerta, sobre la esquina de la acera. Al principio, lo saludaba con un “buenas” porque había aprendido en la vida que no había que dejar de saludar a nadie, por hp que fuera. La sonrisita de suficiencia con que me respondía alcanzaba a crisparme los nervios y termino por decidirme a no saludarlo más.
Raulito era pues, el hijo de la dueña; y doña Gertrudis lo consentía como lo que era, hijo único, a pesar de los dolores de cabeza que le daba. Porque además de que era un vago se jactaba de su degeneración sexual. Le jalaba a todo: hombres, mujeres y niños por igual. Y fueron más de uno los escándalos que me tocó patearme durante el año largo que viví en el guayaco caleño. Pero doña Gertrudis quería a su chimpancé y le compraba ropa nueva y lo dejaba cambiar de pinta dos o tres veces diarias, y le embolaba los zapatos y vigilaba para que no le faltara “cheseline”, un asqueroso aceite que los muchachos de la época nos echábamos -aún no sé por qué- en el pelo.
Como todo camaján respetable Raulito traía una mota que le caía como un tubo de pelo casi hasta la nariz y el resto del cabello muy aceitado y peinado hacia atrás, pegado al cráneo. Juro que ese peinado de la “nueva ola” combinaba bien con el rostro afilado, de hurón de Raulito y con sus ojos pequeños, orientales, huidizos. Usaba los pantalones tres dedos abajo del ombligo, se subía el cuello de la camisa y fue el primero en la zona en usar botas puntudas, rematadas con un remache de acero que causaban el asombro de nosotros los betuneros, pues no traían cordones, sino una cremallera a los lados.
En la plaza de Caicedo lo vi una vez y me pareció que me buscaba.
Estaba parado sobre los baldosines desconchados, al lado de las palmeras, altas y flacas, iguales a los caleños viejos. Había un sol fuerte, de esos de las 9 de la mañana, y la orina se evaporaba llenando el ambiente de un olor dulzón que emborrachaba a las torcazas. Acababa de embolar a don Betulio, el de Valher, y al viejo Miguel, el dueño del Faisán.Checho, el embolador más viejo de la plaza, preparaba el desayuno diario para las torcazas. Raulito seguía buscando y buscando hasta que sus ojos se detuvieron en mí.  “Se vino” pensé cuando lo vi avanzar hacia mí con su sonrisa de 20 mil pesos.¡HP!... se sentó como un Pachá, en la banca frente a mí, colocando su rosado trasero de niño bonito en el cojín plástico verde y blanco del Deportivo Cali, que es mi símbolo de la buena suerte. Y lo hizo como si el cojín fuera a mancharle sus bluyines Lee nuevecitos. Venía de comprar música  (para qué, tenía buen gusto para la música y un equipo full) y sacó de la bolsa para mostrarme el último de Frank Sinatra, Strangers in the night, y un LP espantoso de Los Graduados que con solo verlo me hizo dar ganas de vomitar. Raulito odiaba la salsa como todo hp, y el saber que era diferente a mí me hizo darle gracias a Dios.
Quería que lo betunara y lo hice porque al fin y al cabo -me dije- para eso estaba allí sentado sobre el banquito de madera. Comencé a limpiar con un casco de naranja y dos buenos escupitajos las botas puntudas de Raulito. El man quería joda.
- Oiga hermano, ¿y de veras usted es sobrino de la vieja Lucy o algo más?
La pregunta me cayó de sopetón y me dije que se fuera a la mierda. No le respondí y seguí embolando, callado.
- Porque en el barrio dicen que no, que lo que pasa es que a Lucy le gustan los sardinos…
Lo miré a los ojos. Creo que entendió, porque comenzó a hablarme como amigo, tratando de ganar mi simpatía. Y el tema al que recurrió fue Alaska.
- Pasé buenos ratos en la cárcel, mano porque no soy de los que se achila por la situación. Allá lo malo es que no habían mujeres y le tocaba a uno “papiarse” a los muchachos… ¡ji...ji...ji!
Su risita me erizó los pelos de la nuca; pero él seguía hablando como una cotorra.
- Recuerdo que recién entrado había un muchacho con cara de mujercita. Uno como de 10 ó 12 años… ¡qué rico!  Era bravo el culicagado para qué. Pero lo apreté a las malas una mañana en el calabozo de castigo. Le pegué un par de lapos y cuando estaba “grogui” le bajé los pantalones y… ¡tenga mano...ji...ji...ji!
- El pelao se volvió marica después de eso... “Florecita” le dicen...
Empujé levemente la suela de la bota con el dedo pulgar indicándole que había terminado con esa. Él puso la otra sobre el banco y comencé a limpiarla sin dejar traslucir mis sentimientos.
- A veces me pregunto qué habrá sido de “Florecita”. Fuimos mozos un poco de tiempo…¿lo conocés?
Negué con la cabeza. Diez minutos después terminaba y Raulito, con gesto despreciativo, soltó un billete de cinco pesos. Le di los vueltos sin responder y lo miré irse, llevándose mi odio pegado a la espalda como la cola de un vestido de novia.
Esa tarde terminé temprano y como don Chucho, el de la Librería Nacional, me había dado una propina respetable, no tuve necesidad de jalar ningún reloj. Aún con la conversación de la mañana dándome vueltas en el cerebro inicié la caminada hacia la casa, hacia el cuerpo de Lucy, como un toro que busca el olor de la querencia.
Bajé por la 12, que a las seis de la tarde parece mercado turco, con sus caseticas multicolores doradas por el último sol y el claroscuro de la noche que llega. Esquivé los carros entre la multitud que sale de las oficinas y almacenes capturando los olores suaves dulces, tiernos de ellas, las caleñas, las siempre sonrientes, las de ojos de fuego.
Me detuve un momento para cruzar hacia Santa Rosa, donde los librovejeros me llamaban la atención a gritos. Era un buen cliente de ellos, desde los ocho años, aunque también uno de sus temores máximos, pues sabían que robaba libros, como otros se especializan en robar pan de mostradores de las tiendas. Volví a cruzar hacia abajo, pasando la Carrera 10 que en ese entonces era de una sola vía, angosta y congestionada. Frente a Santa Rosa, en cuya iglesia sonaban las campanas del rosario, la Flota Magdalena con sus buses me llenaban de nostalgia. Viajar, viajar pensaba, mientras a mi espalda quedaba el parque y comenzaba a descender por el Calvario, metiéndome entre las callejuelas llenas de detritus y tapizadas de un barro negro podrido. La silueta de Fray Damián, alta y maciza, me recibió de pronto, y después la 15 y el aire puro que baja de Cristo Rey. El Calvario quedó atrás y un minuto después aquí estoy, con la llave en la mano, listo para abrir la puerta y paralizado por la bulla que sale de la ventana de mi pieza, la que da a la calle.
- ¡Salí de aquí hijueputica!- la voz de Lucy grita inconfundible- ¡Que salgás te digo!
- Claro como a vos te gustan solo los muchachitos, ¡degenerada…!
- ¡Salí o llamo a doña Gertrudis…!
- ¡Llámala malparida, pero antes vas a saber lo que se siente con un hombre y no con un niño!
Abro la puerta principal y me lanzo sobre la mía. Está trancada por dentro. Golpeo rabiosamente.
- ¡A la mierda que aquí no hay nadie…! la voz de Raúl, odiosa, resbala por mi piel dejándome una seca sensación de rabia.
Esta vez cojo la puerta a patadas.
¡Quién sea, tumbé la puerta y entre que este hijueputa me quiere violar…!
Es Lucy la que grita y sigo dándole patadas a la puerta que comienza a ceder.
De pronto se abre desde adentro. Raulito con el cuchillo en la mano está parado en el quicio, desencajado, acesante, con rasguños en la cara y la camisa sin botones, mostrando el pecho. Me mira mientras dejo caer la caja de embolar y mando la mano a la pretina. Antes que saque mi cuchillo Raulito sonríe y levanta la mano como diciendo: “no quiero líos”. Y se desliza como una rata hacia el fondo, a refugiarse bajo las enaguas de mamá Gertrudis.
Lucy sentada en  la cama, no tiene rastro alguno de violación. Se ve que al malparido de Raúl le fue mal en este encuentro. Tiene en cambio las manos rojas de golpear y las uñas ensangrentadas. Está sudando. Cierro la puerta  tras de mí.



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