Con una mirada tierna, pero tímida, Pedro de la Cruz, candidato para el Parlamento Andina por Alianza PAIS, salió de una de las habitaciones de su departamento en Quito, para recibir con los brazos abiertos a un equipo de EXTRA.
Sentado en un pequeño sofá de la sala, vestido con una camisa blanca, pantalón, alpargatas blancas y un sombrero negro empezó a contar la historia de un indígena luchador y perseverante, que aún guarda como su mayor tesoro la herencia cultural que le dejaron sus ancestros.
“Andaba a pie llucho”
Nacer en el campo permitió que Pedro se convirtiera en una persona sumamente humilde, una de sus principales características. Desde pequeño conoció lo que eran las necesidades, la pobreza, la falta de servicios básicos y la precaria educación que viven cientos de indígenas en sus pequeñas comunidades.
“Nací de una madre soltera y fui criado por mi abuela, pues mi mami era lavandera en la casa de unos mestizos y no tenía tiempo de cuidar de mí y mis dos hermanas, pues lo importante era juntar un poco de dinerito”, dijo.
Pedro siempre fue un niño muy tímido y tranquilo, asegura que su carácter se debe a la reprimida vida que llevaban los indígenas años atrás.
En su comunidad Turuco, en el cantón Cotacachi, provincia de Imbabura, los únicos juegos que tenían los pequeños del campo eran las llantas viejas, los tillos de las botellas, los trompos, las bolas que se encontraban botadas en los caminos y los billusos, que eran una especie de dinero imaginario, que se obtenía empleando la envoltura de papel de los cigarrillos de aquella época.
“Yo nunca tuve un carro o una pelota, solo me divertía con las cosas de mi tierra”, indicó.
El poco salario que tenía su madre no alcanzaba para comprar un par de zapatos, así que los pies lastimados y sucios no eran una novedad. “Todos los días yo andaba a pie llucho, solo dos veces al año cuando había desfiles me ponía alpargatas, las cuales tenía que cuidar para utilizar en momentos especiales”.
Recuerda claramente que varias personas de la ciudad hacían canje de ropa por granos con gente de las comunidades, que en su mayoría se dedicaban a la agricultura.
“Una vez llegó entre la ropa vieja unas botas de caucho, me entusiasmé tanto que me las puse ese instante y fui corriendo para indicarles a mis primos más grandes que por fin mis pies podían estar cubiertos y ellos se empezaron a burlar de mi, pues habían sido botas de mujer”, contó entre risas.
A pesar de que el calzado no era tan masculino, Pedro lo usó hasta que su pie creció, pues prefería andar correteando por la tierra sin lastimar la planta de sus pies trabajadores.
Desde los 7 años empezó a labrar la tierra, a sembrar granos y a cosecharlos, pues el era el único hombre de su hogar y tenía que sacar adelante a sus pequeñas hermanas.
A los 13 años logró terminar la escuela y desempolva claramente las palabras que una maestra le dijo a su madre: “Pedro tiene que cambiar de ropa, ya debe vestirse como la gente de la ciudad, pues terminó la escuela y ahora es culto”. Sin embargo, por propia decisión eligió conservar lo que es suyo y lo lleva guardado en el corazón.
“Mi abuelita me crió y me hizo amar lo propio, ella solo sabía hablar quichua y por eso yo dominaba mi idioma y me costaba, por ejemplo, aprender castellano”.
Hablar de su abuela significa hablar de su ángel terrenal, con tan solo mencionarla los ojos de Pedro se llenaron de lágrimas y su voz se quebró.
“Recuerdo tanto a mi abuela, pues a su lado viví y pude superar muchas discriminaciones de los mestizos”. Una de las cosas que marcó y lastimó su corazón fue cuando unos niños de la ciudad le quitaron el sombrero a su abuelita para jugar con él como si fuese un platillo volador. “Lo único que hicimos ambos fue ponernos a llorar por las burlas y la crueldad”, manifestó.
En plena adolescencia se dedicó a cavar papas, pero lo que le pagaban era muy poco, es entonces cuando decidió trabajar tejiendo chales. Cuando le ofrecieron viajar a Santo Domingo para ser jornalero aceptó sin pensarlo dos veces, pues sabía que solo con esfuerzo podía mantener dignamente a su familia.
“Cuando viajé fue la primera vez que yo pisé la capital, ese día mientras esperaba el bus que me llevaría a Santo Domingo, caminaba una cuadra de ida y regreso porque tenía miedo de perderme en la gran ciudad”.
Uno de sus mayores sueños era tener un buen poncho y un radio, que para su gente era significado de lujo.
Él sí que sabe soplar
Una de sus más grandes pasiones es bailar sanjuanito. Solo cuatro días al año (Navidad y Año Nuevo) cambia sus amadas alpargatas por unos zapatos de suela.
“Solo con ese calzado se puede zapatear bien para que se escuche fuerte”.
Para acompañar el tradicional baile es importante saber tocar las flautas. “Cada una se utiliza para diferentes ritmos, por ejemplo, más alegres, llamado al enemigo o de tristeza cuando ya se acaba la fiesta”, dijo.
Para demostrar su habilidad tomó unas de sus quenas y empezó a mover rápidamente sus dedos, pero lo más llamativo era su facilidad para soplar de una forma, que tan solo él y los suyos lo pueden hacer.
De ese pequeño instrumento de viento empezaron a surgir los más armoniosos sonidos andinos y con el movimiento de su pie le ponía ritmo a su arte.
“Esta habilidad se lleva en las venas, mi abuelo fue el mejor flautista”, indicó.
Sus tradiciones lo hacen sentirse especial y por ello toda la cultura también se la trasmite día a día a sus hijos, dejando al menor de sus retoños la herencia de tocar una de las delgadas quenas de bambú.
Tamia, Guaita, Papsi y Pedro Yupanqui son el motor de su vida y con la ayuda de su esposa Carmen Alta ha logrado forjar una familia unida y, sobre todo, orgullosamente indígena.
En su clóset guarda como verdaderas reliquias los 4 pares de alpargatas que posee y los dos únicos ponchos que ha logrado adquirir, que son una verdadera joya artesanal.
Mientras conversaba, Pedro recordó que un sabroso cuy lo esperaba en la cocina para ser devorado lentamente.
“Este es el mejor alimento que puede haber, pues es nutritivo y es bueno para los que quieren engordar”, manifestó.
Para no faltar a la tradición, lo mejor es coger la presa con las manos, pues así todo sabe mejor, aseguró Pedro, mientras deleitaba su paladar con uno de los platos típicos de su tierra natal.
SER ALTO SÍ ES UNA BENDICIÓN
Un llamado llegó a su comunidad para todos los jóvenes que habían aprobado la primaria, para que fueran los encargados de alfabetizar a personas que no tuvieron la oportunidad de estudiar.
“Yo me presenté y solo fuimos escogidos dos, el uno era el más viejo y yo fui selecto por ser el más alto”, dijo entre risas.
Gracias a su compromiso por todas las cosas que hace, sus jefes le pidieron que ascendiera a capacitador, pero ello implicaba que iniciara sus estudios secundarios.
A los 19 años volvió a pisar un aula de clases. “Sentía vergüenza porque yo era el más viejo, pero le puse tantas ganas que fui escolta y abanderado, soy muy bueno para la matemática”, aseguró.
Por ser el más alto de su familia siempre fue seleccionado como figura principal para los típicos desfiles que se realizan en Cotacachi.
“Sí me ha resultado bueno ser alto y fornido”, comentó sonriendo.