El pequeño tiburón parece que esboza una sonrisa. Está en una posición casi como si fuera a comerse a su presa, pero no.
La diferencia es que está dentro de un frasco de cristal. Su mirada está congelada en el tiempo por el efecto del formol y de la muerte.
El cadáver del escualo bebé descansa sobre un anaquel, entre libros y otros animales disecados.
Ese arte de la conservación intacta de un ser, aún después de la muerte, se llama taxidermia.
Rodrigo Dueñas, un veterano arquitecto y apasionado educador, es todo un experto en dicho arte. “Fui profesor como 30 años. Mi lema es lo que se conoce se ama, y lo que se ama se lo cuida”.
La frase la inculcó a sus alumnos del Pensionado Tarqui, en el sur de Quito. Fue profesor de séptimo grado y su pasión por la enseñanza le obligó a aplicar nuevas maneras de aprendizaje.
“El objetivo es que los niños y los jóvenes se inquieten por las maravillas que tiene nuestro país”, dice Dueñas. Por eso, su forma de educar era poco común.
‘Yoguito’, como lo conocen cariñosamente, llevaba a los niños todos los sábados a diversos eventos. Los sacaba para que conozcan el Centro Histórico, a exposiciones de la Universidad Central, a orfanatos y a un sinnúmero de lugares.
Dentro de esas aventuras, el profesor y los niños por lo general encontraban animales muertos. Se apasionaban por la pequeña criatura y la llevaban a clase para aprender más de ella.
Fue allí cuando el hombre aplicó sus conocimientos en taxidermia. “Lo aprendí cuando estudiaba en el colegio Mejía. Me enseñó un profesor viejito”, asegura con magnífica memoria.
La curiosidad de los niños y la guía de libros fueron los instrumentos para preservar todo lo encontrado. “El 99 por ciento de piezas la hemos encontrado. Jamás hemos matado algún animalito”, asegura Dueñas.
Una vez analizado, ya sea el animal u otro resto que arroja la naturaleza, se exponía. Los chicos organizaban casas abiertas para mostrar sus descubrimientos.
Excursiones y hallazgosCada sábado, durante 30 años, Rodrigo Dueñas salía con su estudiantado del Pensionado Tarqui. La idea era que el aula no sea el único sitio de aprendizaje.
Volcanes, selva, playas fueron los lugares que se transformaban en la escuela. “Las constantes salidas hizo que los niños se hagan más solidarios”, asegura.
En cada excursión se encontraba un insecto o alguna cosa. Había niños que se asustaban, pero siempre estaba el profesor para ampararlos.
“A veces tenían miedo cuando veían una arañita. Les decía que estén tranquilos y la poníamos en una macetero”. De esa manera tomaron amor por la naturaleza.
Pero no todos los hallazgos que tiene guardados Dueñas fueron de sus andanzas. Los padres de los chicos también hacían generosos obsequios para saciar la infinita afición.
Dueñas, quien viste de chaleco, camisa y usa lentes, tiene algunas pieles de animales del Oriente. En una columna del techo de su taller de enseñanza tiene una piel de una culebra mata caballos.
También tiene la piel de un tigrillo. Está colocado en una pared, cerca del cadáver del pequeño tiburón.
Para pagar sus viajes de aprendizaje, profesor y alumnos organizaban un sinfín de actividades.
“Los chicos preparaban comida. Una vez hicimos un locro de ortiga y diente de león para los demás compañeros del colegio”, comenta.
Las anécdotas vividas‘‘Yoguito’ recuerda el día que recibió como regalo una pequeña culebra mata caballos. La trajo una niña. “Me dijo, Yoguito esto le manda mi papá. Pero ella no sabía lo que era”, detalla.
Era una caja de cartón que estaba semiabierta. La sorpresa fue grande cuando el maestro vio una pequeña culebra. La serpiente se abalanzó a su brazo.
“Le alcancé a coger de la cabeza. Se me enroscó en el brazo y sentí un dolor terrible”, dice. El reptil no lo mordió, pero se aferró tan fuertemente como una pulsera bien apretada.
Dueñas, poco a poco le apretó la cabeza a la culebra y cedió. Nadie le guardó rencor al animal. Al contrario, le bautizaron con el nombre de Rubí.
“Siempre le poníamos nombres a los animalitos. Tuvimos una culebra llamada Julietita. Era una especie de Quito”, asegura el profesor.
Con tristeza muestra una pequeña serpiente que guarda en otro de los tantos frascos.
Una vez se escapó de la casa donde Dueñas tiene su taller. Un vecino la aplastó y se la llevó muerta hasta su domicilio.
De igual manera, con gran cariño guarda a mascotas que estuvieron vivas. Con las alas abiertas está Paquito, un loro verde.
“Cuando los niños jugaban fútbol, Paquito prácticamente narraba el partido”, recuerda. El ave era amable con los pequeños y con su amo.
La pasión por la naturalezaRodrigo Dueñas estudió Arquitectura en Chile. Fue en ese constante ir y venir al país de la estrella solitaria que se apasionó por la naturaleza.
“Hacía mis viajes a dedo. Me paraba en la carretera y pedía que me trajeran hasta el Ecuador”, asegura el educador. Se demoraba más de una semana para pisar suelo ecuatoriano.
Una vez, cuando regresaba a su tierra natal, un conductor de bus le dijo que el recorrido terminaba en el desierto de Atacama, en el norte de Chile. Y fue allí donde se enamoró de la Tierra.
“Empecé a andar por un camino negro infinito, que atravesaba un desierto gigante. Era amarillo, verdoso, rosado. Las dunas a los lados y se perdía en el infinito el camino”. Así detalla esa experiencia. Casi como una poesía de vida.
Fue fantástico, continúa en su declamación vivencial. Entonces se hizo preguntas eternas, como el camino que anduvo: ¿quién soy yo? ¿Qué hago? ¿Quién era para mí?
Las respuestas las encontró con el tiempo y en sus hallazgos de todo el país. Recorrió la Costa y se estableció, por cuestiones de trabajo, en Santa Elena.
Esa fue la oportunidad para formar parte del descubrimiento del cementerio más antiguo del país. Se topó con los famosos Amantes de Sumpa.
Cuando regresó a Quito, se aficionó por la enseñanza y fue con sus estudiantes que fue perfeccionando el arte de la taxidermia.
El museo de la VillafloraDueñas planea poner un museo con toda la muestra que tiene en su taller de enseñanza.
Este lugar se ubicará en la casa-taller que tiene en las calles Pedro de Alfaro y Gonzalo Díaz de Pineda. La dirección se encuentra en el sector de la Villaflora, sur de Quito.
Tiene previsto abrir el pequeño centro de exposición para que toda la familia vaya. Su casa será la sede para exponer toda la serie de animales, plantas, piedras y un sinfín de piezas tomadas de la naturaleza.
El arquitecto planea que con la apertura del museo, la gente y, en especial, los niños se apasionen más por las maravillas de la naturaleza.
Este profesor jubilado conserva siempre a los animales con una mezcla especial de químicos. En especial usa cloroformo y pastillas de naftalina.
Esto evita que las piezas se deterioren. Hay pequeños animales que se comen los restos de las piezas. Eso tiene un efecto como el de la polilla, ya que puede acabar con la figura disecada.