El editor de EXTRA fija su mirada en mis flacas piernas para proponerme algo que creí, hasta ese momento, “indecente”. Me ordenó ponerme un diminuto vestido y salir a una de las principales calles. Ese sería mi reto. Vivir en carne propia el morbo de los hombres. Saber qué tan difícil es caminar en Guayaquil al mostrar un poco más de piel y al final sentir que tan sexy podía ser.
La decisión no fue fácil. Primero tuve que convencer a mi conservadora madre, quien casi siempre pone velas a todos sus santos cuando salgo a trabajar, que la tarea pedida por el editor no era indecente.
Además, en mi ropero no había ninguna “pinta” que pudiera ser útil para esta tarea. Tuve entonces que salir a comprar mi primer vestido sexy, que en realidad lo quería desde mi adolescencia, pero que nunca pude tenerlo por lo discreta que es mi progenitora.
Sin saber a dónde ir ingresé en un centro comercial. En mi cartera llevaba solo los cuarenta dólares donados a regañadientes por mí mami.
El primer vestido que me gustó costaba cincuenta dólares, sin opción a rebaja. Tuve que ver otro más sencillo y así llegué al que exhibiría por las calles de Guayaquil.
Con un brillo especial esta prenda parecía esperarme ansiosa. La vendedora me miró y me dijo “le va a quedar bien”. Dentro del vestidor me sentí otra, (¡no podía creerlo… mis piernas se mostraban por primera vez!) La era del pantalón quedaba atrás. ¿Sería que estudiar periodismo me llevaría a aventuras mayores?
Vestida como una diosa, atrás quedó el shopping. El sonar de mis tacos marcaba el ritmo de las primeras miradas de los hombres. Aún recatada sentía cierto frío en mis delgadas, pero admiradas piernas. Y como diría Ricardo Arjona le hice una parada a un taxi que me dio el susto de mi vida. Un violento frenazo y la puerta del carro amarillo se abrió.
El primer “baboso” a la vista había caído “víctima” de mi minúsculo vestido. Con una sonrisa coqueta de un millón de dólares, el conductor me dijo: “¿A dónde vamos, nena?”. Mis labios llenos de miedo aún no sabían qué pronunciar. Con voz entrecortada le dije; “al centro, por favor…”.
Subí rápido y sin medir consecuencias. Solo quería llegar a la avenida 9 de Octubre. De pronto sentí el calor de una mirada. Empecé a “quemarme” y vi por el retrovisor los ojos cafés claros del conductor, pinta de manaba, quien devoraba mis extremidades que estaban más juntas que siameses. No le di chance a nada. Ni siquiera lo miraba. Al bajarme me cobró cinco dólares, tal vez molesto por el poco efecto de sus miradas hambrientas. Muy caro pensé.
Frente a la Zona Militar de la citada arteria empecé mi recorrido. El corto vestido se me subía más de la cuenta por el viento. Mis manos húmedas por los nervios trataban de mantenerlo en su sitio mientras caminaba hacia la iglesia San Francisco. En este trayecto de más de cinco agigantadas cuadras, al principio como que nadie me paraba bola, pero de pronto un larguirucho hombre se inclina hacia su izquierda, como barco en alta mar, se me viene encima y recibí mi primer “mamacita, tás rica”, con su boca que olía a diablos.
Semáforo del terror
Al llegar a la calle Boyacá, una “gringa” acelerada no se percata del semáforo que estaba en rojo. De inmediato las llantas de la pesada metrovía rechinan, el momento fue frío, parecía que el tiempo se detenía delante de mis ojos. Al diablo mi vestido color café pequeño y mis escuálidas piernas...pero gracias a Dios y a la maniobra del conductor no fue arrollada.
En ese instante, mientras la roja del semáforo cambiaba, un cincuentón de guayabera se pone al lado mío y me dice en tono romántico: “Mi amorcito, mire cuidado te atropellan y luego me toca enterrarte”. No le presté atención porque seguía asustada. Había salido de un “mamacita” para caer en algo que pudo costarle la vida a una mujer.
El semáforo cambió a verde. Seguí mi camino hacia la emblemática iglesia, mientras mis miedos eran reemplazados por las miradas despectivas de mujeres que parecían burlarse de mi vestido o de mis flacas piernas, pero lo cierto es que alguien me miraba. Me sentía importante.
En el parque, antesala de la iglesia, me senté en una de las bancas a la espera de calmar mis nervios mientras miraba volar las palomas. A mi lado un septuagenario con un ejemplar del EXTRA en sus manos realizaba el “amague” de leer. A cada segundo supuestamente observaba solo las figuritas o fotos para cambiar de página y al disimulo mirarme las piernas.
¡INTRÉPIDOS VIEJITOS!
Al ver esto y sentirme incómoda me refugié dentro del templo, pero antes de llegar a la casa de Dios sentí, una vez más, la mirada morbosa de un octogenario que no despegaba sus ojos de mi cintura.
En las grandes puertas del santuario varias señoras vestidas como enfermeras, todas de blanco, me miraron de pies a cabeza antes de entregarme tarjetas del Divino Niño. Continué hacia las primeras bancas con el fin de calmarme un poco, ahí me senté.
Diagonal a mí había una familia, de tres mujeres, que parecían ser madre e hijas. Una vez más me lanzaban miradas de reproche. Me sentí desnuda, pecadora, y los nervios desembocaron en cierta vergüenza. Al final estaba en la casa de Dios a donde cada domingo voy con mi conservadora madre vestida con pudorosos jeans.
Con el rubor en mi rostro no tuve tiempo ni de rezar. Solo le dije a Dios: entiéndeme, esto es parte de mi trabajo vivencial como periodista. Cuando creía haber dominado el pudor y los nervios una ola imprevista de vergüenza me esperaba a la vuelta de la esquina.
Bajé, una vez más, hacia la Zona Militar de la 9 de Octubre, crucé la calle Santa Elena y me paré en el mítico parque Centenario. Allí debía esperar a mi fotógrafo. En ese momento, aún cargando mi inocencia a cuestas, el chofer de un auto azul con su pito insistente quería atraer mi atención, miré hacia mis piernas y con un toque de coquetería le dije “son bonitas, ¿verdad?”.
Una sonrisa me calmó definitivamente sin sospechar que un amigo de la universidad me reconocía y con una mirada triste me condenaba. Una vez más, la vergüenza subía a mi rostro, porque sin percatarme, a mi izquierda, habían varias trabajadoras sexuales. Qué habría pensado mi amigo. Quise que la tierra me tragara en ese momento.
La “carne fresca” había llamado tanto la atención de aquel conductor que, como niño ansioso ante un dulce, con su caricaturesco rostro me señalaba a dedo uno de los moteles que se ubican frente al antiguo parque del Centenario.
La piel de gallina delataba el pavor que tenía. Pero, tontamente, estúpidamente, agaché la mirada como en busca de una respuesta a algo complicado. Al final, el tipo del carro decidió retirarse, llevándose encima las ganas desenfrenadas de satisfacer su lujuria.
El tiempo pasa como el agua del río que corre y no se detiene. ¿Por qué fomentar más este fenómeno con nuestra actitud dócil ante la agresividad del macho? ¿Por qué bajé la mirada en vez de responderle con altivez y mandarlo al diablo?
Ahí, en mi actitud, marcada por la cultura del miedo y la vergüenza, está una de las más graves raíces del problema.