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El ritual de las parteras garantiza vida sana

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Claudia tiene siete meses de gestación, su vientre no es grande, tampoco pequeño. Camina y realiza las tareas sin dificultad. Es que luego de haber traído al mundo a seis hijos, al que ahora lleva dentro de su vientre lo trata con más confianza, segura de los pasos que da.
Como todos los meses debe ir a consulta para saber si la criatura que crece en su interior está bien. Su partera es María Rosario Pisango, de 53 años.
La noche en Misahuallí, provincia de Napo, es cálida. Claudia y María están acompañadas de amigos y familiares, hay más de veinte personas en la cita. Se encuentran junto a una espectacular cascada que forma una suerte de piscina y permite el agua continuar su rumbo. A lado, en la orilla, el espacio es suficiente para acoger a todos.
Seis chamanes o taitas se aprestan a celebrar un ritual de sanación con ayahuasca. Previo a la ceremonia, María realiza el chequeo a la joven madre y a su pequeña.
Sobre el piso se colocan flores multicolores para formar un círculo. En el centro se prende el fogón y encima se coloca una olla negra para preparar la bebida. La noche avanza. La luna ilumina sin reserva, mientras los asistentes se alistan a presenciar la consulta.
Una de las mujeres extiende sobre el suelo una manta roja en un lugar plano, sin piedras, para que la futura madre se acueste cómodamente.
María revisa entre sus cosas que nada falte. Se valen de velas, cámaras, hasta de los celulares para alumbrarla bien. “Ya, que venga”, ordena para que traigan a Claudia.
Mientras llega la paciente, cuentan que la partera también es una respetada curandera o como dirían por ahí, una “yerbatera”, porque sabe a la perfección para qué sirve cada planta que existe en la naturaleza.
Lo sabe porque lo aprendió de sus padres que de paso le enseñaron el arte de espantar a los malos espíritus del alma, sanar los males de las personas, y a traer niños sanos.

CON EL TACTO SABE DE QUÉ SEXO ES
Aparece Claudia y le pasan una bata blanca para que se la ponga. Realmente no parecería que su cuerpo aguantó seis partos anteriores. Se recuesta sobre la manta roja. María levanta el vestido y deja al descubierto el perfecto vientre color canela, como la tierra fértil.
Con los cuatro dedos de cada mano, dejando casi inútiles a los pulgares, la experta presiona la barriga. Una y otra vez, sabiendo exactamente donde hacerlo para poner en la posición correcta a la criatura. Aquí también se sabrá el sexo.
Todo en orden. La cabeza, que antes estaba hacia arriba, entre las costillas, ahora está donde debe. “Es una niña. Está sanita”, afirma con certeza María.
Para quienes vivimos en la ciudad, ajenos a este tipo de tradiciones, resulta extraño entender que con el simple tacto se pueda saber si una mujer espera a un niño o niña. En la “selva de cemento” lo más común sería ir donde el ginecólogo para que realice una ecografía y así, de esa manera, conocer el sexo del bebé. Pero con los dedos, no. ¡Ni pensarlo!
Entonces ¿cómo lo hizo? “Cuando es niña gira a la izquierda (la cabeza), cuando es varón, gira a la derecha”, explica la partera al describir con sus manos el movimiento que hace poco hizo la bebé.

Para concluir, Claudia se pone de rodillas, María enciende un cigarro y esparce el humo sobre la cabeza de la mujer, muy apegada. Y en su idioma natal (quechua) dice unas cuantas oraciones para alejar a los malos espíritus, para que no atormenten a la madre ni a la niña. Para que esté bien protegida hasta el día del parto.

UN OFICIO DE FAMILIA

María Rosario Pisango aprendió el oficio a los 13 años. Su madre era una comadrona sabia, respetada entre la comunidad y debía transmitir los conocimientos ancestrales a su hija. Le enseñó que este trabajo no es como cualquier otro. Que sus manos serían el primer refugio de los recién llegados al mundo.
Cuarenta años han pasado, treinta de ellos dedicada enteramente a ser partera. No recuerda el número exacto de cuántos partos ha atendido. Ha atraído a gemelos, hasta trillizos. “Todos han vivido. Sanitos vienen. Ni uno se me ha muerto, ni las mamás se han enfermado porque las cuido bien”, dice.
Sin embargo, existen sectores de la sociedad que no aceptan los partos tradicionales (verticales), a los que califican como intervenciones poco saludables que ponen en riesgo la vida de la madre y a su bebé.
En el 2005 el Informe del Estado de la Población Mundial, del Fondo de Población de las Naciones Unidas (UNFA), arrojó que cada minuto muere una mujer en el mundo por complicaciones relacionadas con el embarazo, parto y postparto.
Pero Claudia es la prueba de que un parto vertical bien asistido no solo es efectivo, sino también recomendado. En ninguno de los seis alumbramientos ha tenido que permanecer el acostumbrado mes de descanso. No lo ha hecho porque su condición siempre ha sido buena, lo máximo que ha reposado es dos días.

Con certificado para trabajar

En el 2009, María Rosario ingresó al programa del Ministerio de Salud para capacitar a las parteras de comunidades y pueblos indígenas del país. Tras cumplir 72 horas de pasantías en el hospital de Orellana recibió un certificado que le permite realizar partos. Por ello la casa de salud constantemente se vale de sus servicios para atender a las pacientes que desean tener un alumbramiento tradicional.
En Quito también recurren a sus conocimientos. Cuenta que hasta la han llamado del hospital Eugenio Espejo y del Baca Ortiz para revisar a embarazadas y recién nacidos. Y todo porque sus prácticas son las de la naturaleza.
Cuando una mujer va a dar a luz le pone la mano sobre la cabeza, si está “hirviendo” es porque la hora ha llegado, está lista para parir.
La paciente se pone de rodillas e inclina un poco la espalda. Su esposo o cualquier familiar la sujeta de los brazos para darle soporte cuando tenga que pujar. Lo demás es cuestión de fuerzas y paciencia hasta que el bebé salga al mundo. La partera siempre está pendiente del estado de la mujer, tiene preparadas las bebidas necesarias para aliviar el dolor.
Luego de que el bebé sale del vientre, la madre toma un brebaje de hierbas especiales para arrojar la placenta, donde se formó la nueva vida. Una vez afuera la partera entrega al niño, agarra la placenta para cortarla junto con el cordón umbilical. Finalmente la bolsa es enterrada, así se cumple con eso de que “en polvo eres y en polvo te convertirás”.
Dicen que con eso los hijos son obedientes a los padres, trabajadores y respetan a la naturaleza como lo que es: “la madre que nos acoge nuevamente en su casa”.



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