Me habían contado que con la ayahuasca la mente se traslada a sitios inimaginables. Que los ojos del alma se abren y ves cosas realmente alucinantes. Que los sentidos se alteran. Que en determinados casos el espíritu se desprende del cuerpo como si se despojara de un traje incómodo. Hasta que puedes transportarte a otros tiempos, lejanos o futuros.
Cada vez que escuchaba algo nuevo las ganas por experimentar se hacían más intensas. Tuvo que pasar un año hasta que finalmente un grupo de chamanes, la mayoría radicados en Tena (Napo), accedieran a abrirnos sus puertas y compartir una pequeña parte de su sabiduría ancestral.
Partimos desde Quito un sábado por la mañana con destino al Oriente. Más tarde allí nos recibirían Francisco Tanguila, el chamán mayor, su familia y más amigos.
El guía del viaje era Juan, curandero y yerbatero por tradición, estaba su esposa y los dos pequeños. También fue con nosotros Chonta Negra, otro chamán, pleno conocedor de la brujería.
En las más de cuatro horas de recorrido, Juan y Chonta contaron sus experiencias con la planta sagrada. Las historias eran realmente interesantes. No niego que por momentos creí que se trataba de puros inventos, solo cuando probé aquella bebida pude comprobar que todo era posible.
Chonta recordó la ocasión cuando en una reunión con chamanes ecuatorianos y de otros países, en una laguna de la provincia de Cotopaxi, la ayahuasca puso a todos a viajar.
Advirtieron que casi siempre el cuerpo desecha todo lo malo a través del vómito. Más adelante yo misma daría fe de aquello.
Al cabo de cinco horas de recorrido, finalmente arribamos a la casa de Francisco Tanguila, botánico y presidente del Consejo Yachayruna Amazónico del Ecuador (Cyrae), que es un organismo que agrupa a comunidades de chamanes y curanderos que buscan potenciar el uso de la medicina ancestral respetando a la madre naturaleza.
Para refrescarnos nos ofreció un vaso de una bebida roja y dulce, elaborada a base de yahuarpanga, que es la cáscara de un árbol que solo crece en las cochas. A este potaje se le atribuyen poderes curativos. Sirve, entre otras cosas, para oxigenar la sangre.
Las mujeres de la casa se mueven de un lado a otro terminando de recoger el material necesario para la sesión. En el patio cocinan maito de pescado, comida típica de la región amazónica. Todo listo. Es hora de partir hacia Misahuallí, a una de sus múltiples cascadas.
Estábamos alrededor de veinte personas. Los dos únicos extraños éramos mi compañero Carlos Silva, responsable de captar con su cámara fotográfica las mejores imágenes del ritual que presenciaríamos, y yo, que por momentos me sentía como extranjera, pues aunque había visto numerosos documentales sobre ritos “chamánicos”, lo que estaba a punto de experimentar no se le compararía jamás.
Arribamos a la propiedad de José María Balseca, oculta entre la espesa vegetación, cantos de pájaros multicolor y acompañada de una hermosa cascada de donde emana agua pura, nítida, sin rastro de contaminación, al final de la caída se forma una suerte de laguna. El ambiente es propicio, ni frío ni calor.
Cerca de las 18:00, antes que el sol se oculte, mujeres y hombres formaban con hojas y flores un círculo sobre la explanada junto al riachuelo. En el centro encienden una fogata rodeada de piedras, encima ponen una olla negra con ayahuasca.
Seis chamanes cambian su vestimenta “civil” por prendas apropiadas para la ocasión. A Francisco lo cobija la extensa piel de una boa que cazó años atrás. Usa un faldón, una corona y una cinta hechos con la piel del animal rastrero. Son su fortaleza.
Juan se coloca sobre la cabeza una de aquellas coronas elaboradas con plumas de papagayo, color azul y rojo. Se pone collares. Se quita los zapatos para andar descalzo.
Chonta Negra, por su parte, saca del maletín que porta una serie de artefactos. Lo más llamativo, sin duda, es el collar de dientes de serpiente que cuelga de su cuello. Así cada uno toma posición.
La sesión está a punto de empezar, pero primero todos los asistentes tomamos chicha de chonta y comemos maito de pescado que prepararon en casa de Francisco.
Antes de beber ayahuasca hicieron una limpia a José María para aliviar el dolor que siente en la planta de los pies a causa de un mal en los riñones. El paciente terminó agradecido, porque a sus más de ochenta años aseguró que solo siente paz cuando los yerbateros lo atienden.
El momento llegó
Al fin. La tan ansiada hora llegó. Pasaban de las 19:00. El cielo estaba totalmente nublado, la única luz que iluminaba era la fogata para cocinar ayahuasca.
Emma Anlli, una de las comadronas, me señaló que me siente dentro del círculo. “¿Está lista?”, me pregunta, y yo para no quedar mal le contesto que “sí”. Porque en realidad tenía cierto grado de temor por lo que sucedería.
Con Carlos habíamos acordado que él no tomaría el brebaje para realizar las fotos y de paso me vigile, en caso de que se me ocurriera algo.
Francisco decidió que la dosis para todos sería la mitad de un vaso pequeño. Días antes del viaje revisé algunos estudios que decían que las dosis de ayahuasca deben ser medidas por el más sabio del grupo. Que no es como tomar agua. Solo debe ingerirse pequeñas cantidades, más aún si eres un novato o ajeno a los conocimientos ancestrales, ya que la composición química del brebaje acelera el ritmo cardíaco, potencia y el sistema nervioso central.
Emma reparte la bebida a los chamanes. Se me acerca y sosteniendo el vaso con la mano derecha me indicó: “Tome de una sola, no sabe feo”. Cogí el vaso de cristal, suspiré hondo y un solo bocado fue suficiente para acabar con el contenido. En efecto, no sabía nada feo, aunque el color marrón del líquido hiciera pensar lo contrario.
“En unos treinta minutos le hace efecto. Si vomita mejor, para que se le vayan los malos espíritus. Y cuando vea la visión no se asuste, así mismo es eso. Cualquier cosa me avisa, yo estaré pendiente de usted”, me manifestó para tranquilizarme.
La lengua se me amortiguó apenas tocó el potaje. La sentía pesada, incluso se me hacía difícil articular ciertas palabras con facilidad. Carlos caminaba atento a capturar la imagen perfecta.
Diez, quince, veinte minutos y nada. La desesperación se apoderaba de mí. Quería sentir aquello que tanto había escuchado.
De pronto cierro los ojos por un segundo y al abrirlos fue como si de repente estuviera en otro sitio. Veía con claridad a las personas y objetos que me rodeaban, pero era como si ellos fueran de fantasía.
Los sentidos se alteraron por completo. Cada olor, color, movimiento, sonido, hasta el más leve susurro eran profundos. No miento. Pude sentir cómo la sangre recorría por mis venas mientras el corazón retumbaba con fuerza “pum, pum, pum...”.
Fue tan extraño y al mismo tiempo tan familiar, que si bien una pequeña parte de mi conciencia sabía que era efecto de la ayahuasca, el resto de mi ser lo asimilaba como una sensación natural.
El choque del agua con las piedras se volvió electrizante. Giré levemente la cabeza hacia la derecha para oír mejor. Puedo decir que era como si el río me estuviera hablando. Mientras tanto a mi mente vinieron recuerdos que había olvidado de cuando fui niña y adolescente. Aunque parezca absurdo, eso me permitió entender muchas cosas del presente.
Recordé aquello que era bueno si se vomita y traté que mi organismo respondiera de esa manera, pero no podía forzarlo. “Todo debe ser natural”, me expresó Emma.
Alguien del grupo gritó y mi atención se dirigió a otra parte. Como no pude ver quién lo hizo, mis ojos comenzaron a divagar intentando buscar un punto fijo. Y ahí fue cuando tuve la visión. Rocas y plantas repentinamente se transformaron en un león enorme. Podía ver sus colmillos. Parecía tan real que por más que agitaba la cabeza y cerraba los párpados con fuerza no se esfumaba. Estaba ahí viéndome directamente a los ojos.
Juro que lo escuché rugir. Era increíble. Hasta me llamó: “Ven”, me dijo con una voz grave. Cuando me iba a levantar Emma se acercó y me detuvo. “No le haga caso. No vaya. Solo véale, pero no le siga. Luego se nos pierde”, agregó.
Fue entonces cuando el estómago se revolvió. Las náuseas eran inevitables. El cuerpo se me estremeció y no tuve más que pararme e ir corriendo a una esquina a expulsar todo. La sensación fue extrema, como si me arrancaran las entrañas, pero al final sentí alivio. Era verdad: las malas energías se fueron. Vino la paz. No exagero. Parecía como si todo ese tiempo estuviera cargando pesados costales llenos de piedras.
Luego tuve un par de visiones más similares a la anterior. Eran felinos. Hasta apareció un lobo tomando agua del río, obedeciendo a lo que le decía.
Empezó a llover. Algunos de quienes ingirieron ayahuasca se metieron a la laguna para refrescarse y volver. Yo solamente dejé que la lluvia hiciera lo suyo. El efecto duró unas cuatro horas intensas.
Cuando todos recogían sus cosas para ir a escampar a la cabaña, una niña me mencionó: “Si sabe quién es, está aquí. No se quedará”. Respondí a cada una de las preguntas extrañada de sus cuestionamientos.
Más adelante Emma y otras mujeres me dirían lo mismo. Explicaron que le hablaban a mi espíritu, porque a veces cuando se desprende del cuerpo suele adoptar otras personalidades y se queda vagando en el ambiente. “Por eso siempre hay que saber si es usted u otra persona”, me aclaró.
Después de todo lo experimentado el resultado fue que en realidad se alcanza la tranquilidad interior. Por increíble que parezca, ese único bocado me permitió explorar mi alma.
Eso sí. La ayahuasca no es una bebida que puede tomarse cuándo y como sea. Siempre debe contar con la guía de un experto que conduzca el viaje y explique lo que está sucediendo.