Robar un reloj no es tan difícil como la gente piensa, o por lo menos el acto técnico de robarlo, sin incluir complejos de culpa y demás murallas morales. Murallas que me importaban muy poco a mí, quien con escasos 9 años andaba por las calles aguantando hambre.
A mí me enseñó a robar el “Flaco”, el más astuto ladrón que he conocido. Alto y delgado, tenía los ojos achinados y brillantes y el cabello lacio muy pegado al cuero. Como lamido.
Se lo conocía porque no saludaba a nadie, no intimaba con nadie, aunque acompañaba a la gallada a todas partes. En los paseos al Charco del Burro, los muchachos le llevaban su ración de sobras en la tapa de una caja de galletas, al “Flaco” que los miraba hosco, no decía gracias, pero recibía y comía ávidamente para después lavar la tapa plateada y dejarla, muy pulcra, en el canasto de la señora de Ovidio: el lotero tramposo y almidonado que hablaba siempre de millones y de una finca fantasiosa a la que invitaba a los recién conocidos
El “Flaco” intimó conmigo, nunca supe por qué. Tal vez por ser tan niño, tan menudo y con unos ojos indefensos que me sirvieron de mucho en esta etapa de mi vida. El “Flaco”, según contaba Ovidio, robaba desde que tenía memoria, y había ingresado al oficio siendo menor que yo, hace treinta y pico de años.
De cuando en cuando venía el hambre. Las largas noches durmiendo bajo los puentes del río, -una noche en el Ortiz, otra en el España,- ensayando posiciones sobre la arena y entre las piedras, y en mi caso, con una velita sobre una roca, tratando de leer a la madrugada los poemas de otro loco que también había dormido bajo los mismos puentes, en la época en que trabajó como reportero del periódico Relator: Porfirio Barba Jacob.
Vinieron las horas tristes caminando por las calles como sonámbulo, con un sol de perfidia cargado a las espaldas. Mendigando aquí y allá que alguien se haga lustrar, en un pueblo hp, donde a la gente le encanta andar con los zapatos empolvados y donde siempre, antes de concederte el favor de una lustrada, miran para el cielo y dicen: “y no lloverá más tarde?”. Como si uno no fuera betunero, sino meteorólogo.
Y vino el peligro. Ese que llevo desde entonces pegado a la piel, como una maldición. El peligro de una puñalada. El peligro de que te roben. El peligro de que te claven los “cacorros” que deambulan por las noches a lo largo del río en busca de betuneros dormidos.
La vida nos empujó, en épocas distintas, y sigue empujándonos, con toda la maquinaria del sistema, hacia el delito.
Lo digo con rabia. Con toda la rabia acumulada durante generaciones por esa raza triste, tan latina: mis hermanos los gamines.
El “Flaco” nos protegía al principio, tanto que temí que también fuera “cacorro”. La señora de Ovidio, que lo conocía muy bien y me quería mucho, me dijo tranquilo, que el hombre era correcto. Le conocieron una mujer y varios hijos hace años, pero la muy perra se fue con otro una noche de agravios.
El “Flaco” se volvió más seco y amargado, pero nunca se quejó, nunca trató de buscarla, y hasta cuando comenzó a cuidarme, nadie le conoció un sentimiento.
En mi barrio, el “Chino” me había enseñado a manejar los puños y el “Chivo” la navaja. Ya podía clavarla en un objeto en movimiento con los ojos cerrados. Ya me habían desvirgado y eso, más el saber que era sabroso, me daba cierta seguridad con las mujeres, que era bien vista. Era un muchachito con pinta de señor. Además, sabía leer y escribir, cosa rara entre betuneros, y devoraba todas las noches viejos libros comprados en la plazuela de Santa Rosa.
¡Ay Vargas Vila, Faulkner, Huxley, Simenón!
Eso me ayudaba a soñar, supongo, porque a nada más puede ayudar la lectura, fuera de complicarle la vida a uno.
Así las cosas y al borde del hambre, me fue fácil aceptar la primera propuesta del “Flaco”, que no demoró.
- “¿Alguna vez te has jalado un relojito?”, me dijo una noche después de comer arroz con mantequilla comprado donde los chinos.
- “Nunca, -confesé-, me da miedo…”.- “A mí me da más miedo el hambre…” y me miro con sus ojillos tristes -yo robo relojes y carteras. Sombreros y paraguas. Bolsos de viaje. Canastos con comida. Gallinas jaladas con anzuelo de maíz. De vez en cuando robo almacenes. No escribo catecismos de esos que vos lees por la noche pegado a una vela en vez de dormir y gastarte los cincuenta centavos de la luz en un bombón de esos que te gustan. Pero te juro que si no lo haces, otros lo harán por ti. Vivimos en un mundo en que el vivo, vive del bobo, y el bobo de su trabajo. A ti te toca escoger entre los bobos y los vivos…”.
Acto seguido, después de meterse un puñado de arroz en la boca me dijo:
- “Mañana, te enseño a robar”.
Lo hizo una madrugada en que extrañamente hacía frío. Seguro que no era de miedo, porque ese lo sentí más tarde, después del robo. En principio fue el frío, un viento frío que bajaba de Cristo Rey como si el mar lejano de Buenaventura se hubiera enfriado de pronto, sin un sol que le calentara el horizonte.
Salimos a la avenida Colombia a la hora en que los oficinistas apresurados corren para llegar a tiempo a su trabajo. No era la hora tope, pero aún había gente en la calle, y pasábamos casi desapercibidos. El “Flaco” con un saco de paño conseguido, quien sabe en qué casa del norte, y yo con mis jeans nuevos comprados a un betunero y ladrón finito del barrio Guayaquil.
Nos metimos en el puente Ortiz, y comenzamos a caminar entre la gente como si nada. El “Flaco” me instruyó con su voz gruesa de “paisa” enfermo.
- “Tenés que andar dos o tres metros delante de mí y hacer que no me conocés. Cuando llegue el momento, recibís lo que te doy y te perdés. Esta es una buena hora porque no hay tanta gente como para que uno no pueda correr y suficiente para que haya cacería. Más tarde no se encuentra a quién robar y más temprano lo pillan a uno. Ahora hacé lo que te digo y recordá: perdete tan pronto recibás lo que te entrego”.
Comencé a caminar, vigilando la distancia con el rabillo del ojo. Después sabría que estaba dando mucha coba, o mucha bandera, o mejor dicho mostrando mucho “las malas intenciones”, como me lo diría después el “Flaco”, en la sesión de crítica.
Al llegar a la esquina del Paseo Bolívar, donde nace la avenida Sexta, el “Flaco” se volvió intempestivamente hacia un grupo de señores metiéndose entre ellos y con descaro increíble le arrancó un grueso reloj dorado de la mano a un tipo con cara de hombre de negocios “ que no es de aquí”. Fue tan rápido que me quedé asombrado cuando vi al “Flaco” correr hacia mí, hacer que tropezaba y dejarme el reloj. Cuando sentí el peso del oro, lo guarde instintivamente en el bolsillo. Una costumbre que debería haber conservado.
No corrí. Quedé petrificado mientras el “Flaco” escapaba y los señores detrás al grito de “¡cójanlo…cójanlo!…” y la gente se movía para abrirle paso. En ese entonces no le metían zancadillas a uno, ni lo golpeaban en manada. Eso era antes cuando el ladrón era fino y no mataba a nadie y los que se dejaban robar también eran finos y mantenían un código mutuo de ética que funcionaba de lo más bien.
El “Flaco” se perdió muy pronto, avenida Sexta abajo. Me quedé parado unos segundos. Después corrí, junto a un policía que también corría, bolillo en alto.
“Cójanlo… cójanlo…” gritaba también él con voz atenorada.
Era inútil. El “Flaco” se había perdido en el dédalo de callejuelas que empatan con los turcos y suben hacia el Colombo desde la Sexta, desde la Segunda, desde la Cuarta. Y yo con el reloj en el bolsillo.