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Capítulo IV: Madurándose viche

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Alaska fue mi escuela de supervivencia y mi mejor campo de entrenamiento para la vida. Pasé entre las gruesas paredes de la antigua hacienda solo 6 meses, pero fueron para mí como tres años.
Me había convertido en un personaje del que se hablaba en voz baja en los oscuros pasillos, en los patios soleados con sus paredes llenas de letreros obscenos, en los retretes malolientes a los que solo les echaban un balde con agua diario y hasta en los corrillos de los guardias.
Porque, a pesar de la versión oficial sobre la muerte del negro y el guardia, todo mundo sabía en Alaska la verdad de lo ocurrido. La historia del muchachito que mató para defender su virginidad se regó como pólvora.
Los más pequeños comenzaron a buscarme para pedirme protección y así fui creando mi guardia privada entre los más berraquitos. Les enseñé, a los que no sabían, el uso del cuchillo, pero sobre todo les quité la falsa idea de que el grande, por ser grande, llevaba la batalla ganada. Les enseñé todos los trucos que a mí me había enseñado el “Flaco” para tumbar a un rival más grande que uno, hacerlo caer y rematarlo en el piso. Porque,  en el piso, no hay grandes ni chicos.
Solo habilidad y berraquera.
Les enseñé también a fabricar cuchillos utilizando cucharas o tenedores de mesa, limándolos pacientemente contra las piedras del patio. Poco después todos, hasta los más pequeños, cargaban su chuzo encaletado en la pretina. Ya no eran niños indefensos.
De esa manera los cacorros de Alaska lo pensaban dos veces antes de meterse con los de mi gallada.
Más de una vez se me acercó uno de los grandes proponiéndome que montáramos sociedad y cobráramos a los más pequeños por protegerlos. Siempre dije que no. Desde entonces tenía esa maldita costumbre de combatir la injusticia y meterme en lo que no me importa, cosas que pagaría muy caro en el futuro.
Además, era un hombre de 13 años, de situación económica, llamémosla, acomodada.
En efecto, tenía en mis bolsillos los 200 pesos en que había vendido el relojito Invicta que le arranqué a la hembra de los calzones rosados y muslos de diosa. Más de una vez me había masturbado pensando en ella y en lo divina que se veía dándome bofetones y halándome el pelo. ¡Ah de las cosas que le habría hecho sentir si la situación fuera diferente!
El relojito demoró en salir 15 días, tiempo en el que evité poposiar en las letrinas, por temor a perderlo. Cuando me daban las ganas, cogía un periódico y lo extendía en una esquina alejada. Allí depositaba la fétida carga y luego, con un palito en la mano, venía lo más difícil: hurgar entre la caca fresca buscando el maldito reloj dorado.
A los 15 días apareció entre unas lechugas y frijoles del almuerzo del día anterior. Con un papelito lo saqué, lo lavé con jabón de olor, le di cuerda y ¡oh milagro!, comenzó a funcionar como si nada. Es que los Invicta, para qué, eran muy buena marca, lástima que casi no se vean en el mercado.
Por el reloj me dio 200 pesos un guardia que lo quería para regalárselo a su mujer. Eso sí, me tocó mandar a comprar una correa, pues la original la había arrancado antes de tragarme la caja.Mientras tanto, mi juicio avanzaba rápidamente. Un excelente abogado de oficio que me correspondió en el sorteo logró convencer al comité de mi inocencia en el caso del guardia, pues había obrado en legítima defensa. Sobre la muerte del uniformado nada se sabía. No había echado al agua a “Florecita” y me sostuve siempre en mi versión de que el negro y el guardia se mataron entre ellos.
Mi abogado decía que mi salida era cuestión de días.
Eso estaba esperando cuando lo que me llegó fue una sorpresa inesperada.
Me dijeron que fuera a la sala de visitas y allí me encontré, desnudada por los ojos morbosos de los guardias, a Lucy, la de los ojos tristes, la novia del “Flaco”, que en paz descanse.
Estaba hermosa. Sus piernas y muslos tostados por el sol inclemente de Cali se sostenían sobre unos tacos de 7 centímetros haciéndola ver alta y elegante. Llevaba una minifalda de paño gris, con aberturas a los lados y una rosa bordada, allí donde sabemos. Combinaba con una camisa de hombre de manga corta, cuyas puntas amarraba provocativamente sobre su estómago plano y suave, con el pequeño ombligo en el centro. Se había teñido el pelo de negro y usaba unas gafas oscuras que le sentaban muy bien.
Como imaginarán su entrada conmocionó a los guías de la guardia. Sí, es cierto, su boca pintada de rojo intenso, sus senos turgentes que pugnaban por romper la camisa, los botones desabrochados, más todo lo demás, revelaban a cualquiera su condición de prostituta. Pero al mismo tiempo emanaba un aire de sensualidad nostálgica, de elegancia arrabalera, que hacía que todos la desearan con solo verla.
Y entre ellos yo. De pronto recordé cuánto hacía que no tenía una experiencia sexual. Y me dije que si el “Flaco” estaba muerto y enterrado desde hace dos meses tenía patente de corso para atacar.
Me acerqué a ella con mi nuevo aire de pirata y hombre de cárcel, hombre que ha matado y probado el sabor de la sangre. No se resistió cuando, delante de los guardias envidiosos, la tomé en mis brazos, la bajé a mi tamaño hasta el punto de que tuvo que arrodillarse, y la besé en la boca, en un largo, largo beso, donde nuestras lenguas se dijeron todo lo que faltaba.
Cinco pesos me costó que me dejaran meterla al taller de carpintería que a esa hora estaba vacío. Entramos al salón oscuro, lleno de máquinas silenciosas, solo iluminado por un rayo de sol que se colaba por un ventanuco. Esa sola luz, convertida en neblina por el polvo de madera que flotaba en el aire, nos bastó para desvestirnos con furia, arrojarnos el uno sobre el otro, en la mesa gigantesca donde aserraban la madera y amarnos como perros en celo.
¡Cómo estaba de buena la Lucy! Y aunque no alcanzaba a amarla debidamente, la emoción del encuentro y el hecho de saber de pronto cuánto nos amábamos, compensó cualquier falla e hizo de ese momento algo inolvidable.
Mis manos acariciaban sus muslos, mi lengua traviesa hacía bailar su sexo obligándola a gritar de gusto.
Al final lloramos juntos abrazados y desnudos, en medio de los montones de aserrín cuyo polvo no nos dejaba respirar.
Fue otra Lucy la que salió ese día de Alaska, en medio de los silbidos de los más grandes y las miradas de hambre de los guardias. Nos pusimos de acuerdo en que tan pronto tuviera mi boleta de libertad me iba a vivir con ella. Le di plata suficiente para que sobreviviera un par de semanas y me prometió dejar la putería desde ese día, para siempre.
Ya era mi mujer, le dije. Y debía respetarme. Ella asintió, con el pelo lleno de aserrín.
La vi irse manejando sus tacones como una experta, cadenciosamente, casi deslizándose.
Una semana después salió mi boleta. Me la entregó el abogado, un jovencito pálido, posiblemente tuberculoso y me dio un abrazo que recibí con recelo.
En apenas unos minutos recogí mis cosas y me despedí de los muchachos, algunos de los cuales lloraban como pendejos.
Salí de Alaska prometiéndome no volver nunca.
Cuando cruzaba la calle vi a “Florecita” que me decía adiós tras los barrotes de una ventana.



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