Al transitar con el vehículo por las calles del norte de la capital, un grupo de cuatro personas sobre el puente de la quebrada del sector de la González Suárez llama la atención de los transeúntes. Dos a cada lado miran el oscuro abismo.
Eran aproximadamente las 18:30 y el tráfico se hacía cada vez más intenso en este sector “pelucón” de Quito. La mayoría de capitalinos se retiraba a esa hora a sus domicilios.
En el lado derecho se encontraban José Cobo y Gonzalo León, dos primos que desde hace ocho años se dedican al mundo del jumpig, puenting o salto al vacío desde un puente.
Ellos llegaron, bajaron de sus espaldas unas mochilas muy grandes, las cuales contenían varios metros de soga de diferentes tipos, cascos, arneses y demás implementos que sirven para practicar este deporte extremo en medio de la oscuridad.
En el otro frente estaban Pablo Olaya y su enamorada Dayanne Reyes. Tomados de las manos cruzaron la calle hasta la ubicación de los instructores de salto para hacer una de esas locuras que ocurren cuando se está muy enamorado.
Iban a saltar abrazados ocho metros de profundidad de los 45 que tiene la quebrada.
“La idea nos rondaba desde hace algún tiempo, me mandaron un correo, le dije a mi novia, le gustó la idea y no es por aniversario de novios, sino que queremos simplemente hacerlo, a pesar de que cumplimos un mes más como enamorados”, indicó Pablo, mientras le colocaban los arneses.
COMPLETAMENTE SEGURO
Gonzalo explicaba que realizar este tipo de saltos desde un puente es cien por ciento seguro, sin ningún tipo de accidente, ya que cuenta con todas las normas de seguridad que implica hacer este deporte extremo.
“Te puedo decir que la probabilidad de tener un accidente en esto es del 0,5 por ciento. Aquí, la seguridad es lo que más tomamos en cuenta. Mi primo tiene 12 años de experiencia y yo 9, hemos hecho este tipo de saltos muchas veces y la gente sale contenta. Además, es pura adrenalina”, indicó el instructor.
LA HORA CERO
Cerca de las 19:00, todo estaba listo para el salto de los “tortolitos”. Los carros pitaban, hacían bulla, el puente temblaba por el peso de los automotores y en el filo la pareja recibía las últimas indicaciones.
“Te paras en el filo, cuentas hasta tres y se lanzan”, fueron las palabras que escucharon con atención Pablo y Dayanne. Primero pasó él al otro lado del puente, segundos después ella. Los dos en el borde se abrazaron, se miraron a los ojos fijamente y con un beso se lanzaron al vacío. Fueron dos segundos de salto. La oscuridad hacía difícil ver dónde estaban los cuerpos , solamente se escucharon gritos de adrenalina y cuando la soga se puso de manera vertical se pudo ver a la pareja abrazada.
Cerca de cinco minutos demoró la evacuación de Pablo y Dayanne en el fondo de la quebrada. Al final se los vio correr cogidos de la mano por un camino improvisado de tierra para retornar a lo alto del puente.
MÁS ARRIESGADOS
Con el pasar de los minutos más gente se unía a la pareja. Gabriel Pineda fue otro de los que sin pensar dos veces dejó la informalidad a un lado y se puso a las órdenes de los instructores.
La rutina fue idéntica. El casco, los arneses, las indicaciones para tener un buen salto y la cuenta regresiva empezó.
Al principio todos creían que se iba a lanzar de espaldas por la manera en que se ubicó al borde del puente, pero los nervios lo traicionaron y se puso de frente al abismo.
¡Tres, dos, uno! Y amagó a todos en su primer intento. La cuenta empezó de nuevo y esta vez no dudó y se lanzó.
Su salto no fue el de los mejores, ya que sus manos permanecieron todo el tiempo sobre los arneses y la soga, quizás por el temor.
Al final, todos salieron sin estrés y con la adrenalina al máximo. El costo de estos saltos es de 15 dólares y se lo hace de manera grupal con un mínimo de cinco personas.