En medio de la disonante sinfonía de bocinas y motores encendidos característica del centro de Guayaquil, dos singulares solistas transmiten un oasis auditivo: Diana Verduga, al violín, y Justino Castro, al teclado. Mucho más al sur, en la esquina de Quito y El Oro, en cambio, Carlos Insúa hace de hombre orquesta al ritmo de vallenatos y cumbias.
Sus vidas son melodías escritas en diferentes claves, pero en el mismo pentagrama: la calle.
Salsa y cuñas con un solo tecladoCuando comenzó a ‘cachuelear’ haciendo cuñas para pequeños locales se ‘graduó’ de publicista especializado en aceras. No le hicieron falta el cartón ni la ceremonia. La música y la creatividad fluían en él, a diferencia de la Enfermería, que completó, pero nunca quiso ejercer.
Justino Castro lleva 45 años tocando el teclado. Desde hace aproximadamente uno se acomoda por las tardes en el portal de una tienda de maletas, situada en el centro de Guayaquil, con cuyos propietarios hace trueque de servicios. “Ellos me prestan la electricidad y yo les hago las cuñas”, precisa este autodidacta que comenzó a probar suerte con la música durante su adolescencia, en bandas de pueblo y orquestas.
Sus alegres acordes se entremezclan con la base rítmica preformateada de su Yamaha, al que le falta una tecla. De repente, combina la letra de la cumbia ‘Maldita violencia’ con una cuña artesanal. “No te olvides de que aquí están, para los niños, mochilas, loncheras...”, intercala con tono de voceador ambulante sobre la melodía de Gabriel Romero y su orquesta.
Acompañado de su instrumento, un parlante, un micrófono y un pequeño banco de plástico, este fluminense, de 63 años, sorprende con sus habilidades artísticas y publicitarias a los transeúntes que caminan por la acera de las calles Luque y Pedro Carbo. Algunos hasta se animan e interactúan con él.
Sus dedos parecen las piernas de dos bailarinas que juegan rayuela. Saltan entre las teclas negras y blancas, esquivando siempre la tecla rota y el re que aún no ha podido reparar.
“Hay pianistas bastante pianistas...”, señala en referencia a que él no aprendió a tocar en ningún instituto. “Pero soy el único que toca en los portales y sobrevive de esto”, remata con orgullo antes de hacer un paseo por algunos temas tropicales. No en vano lo apodan ‘Pura Salsa’ o ‘Salserín’, aunque también se ‘pega’ sus pasillos, cumbias, sanjuanitos y pasacalles.
Justino sacaba las melodías ‘de oído’, imitando a sus compañeros. Así fue como decidió invertir en un Casio de madera. “Después de comprarme mi primer piano acompañé a un payasito peruano. Con él estuve ocho años. Ahí aprendí lo cómico”, agrega el artista, quien en 1988 dejó los grupos y se dedicó de lleno al teclado y a las serenatas. Entonces aterrizó en la publicidad.
“Me llevaron a un almacén de piñatas. Luego a una pastelería. También toqué por una semana en una avícola hasta que en un robo se llevaron mis instrumentos. Y finalmente me contrató por cuatro años una cadena de supermercados”, enumera como si fuera la versión leída de un catálogo de clientes destacados de una gran agencia.
Justino, el hombre que improvisa avisos por 15 o 20 dólares -según el tipo de encargo-, también coloca una franela roja delante de su parlante para que el público le dé “su voluntad”. Aunque es consciente de que alguien como él, “allá en la ‘Yoni’, hasta se sobrepasa los 500 dólares por día”.
Virtuosa del violín con un brazo lesionadoDiana Verduga tiene cuatro grapas en el brazo derecho para que sus huesos y tendones se mantengan fijos. Nadie diría que el dolor le impide tocar su amado violín durante largas jornadas. Porque ella domina todos los géneros imaginables: tangos, pasillos, piezas clásicas...
Desde el Día de la Madre del año pasado ofrece sus conciertos en la esquina de Luque y Chile, de lunes a viernes, entre las 10:00 y las 13:00.
“Estoy aquí porque necesito dinero. Gano un sueldo, pero no me alcanza para mantener a mis tres hijos. Soy una mujer sola”, comenta Diana, quien por las tardes se desempeña como profesora de música en un conservatorio de la ciudad.
Ella es una mezcla de sueños y realidades duras. En su hoja de vida desbordan los logros: cantó en el coro regional de la iglesia de Jesucristo de los Santos de los Últimos Días; fue miembro de la orquesta de cámara Antonio Vivaldi y de la Orquesta Juvenil del Ecuador, con la que viajó a Venezuela y Alemania; obtuvo el segundo lugar en el concurso del Centro Cultural Alemán; y durante seis años formó parte de la Orquesta Sinfónica de Guayaquil.
Sin embargo, a finales de los noventa sufrió un accidente de tránsito que le provocó siete dislocaciones en su brazo derecho. “Durante un concierto el arco se me soltó de la mano. Eso se debió a que el problema estaba peor, hasta el punto de que no podía hacer la pinza para tocar ni para escribir”, detalla.
Por eso, renunció a su trabajo y partió en 1999 hacia Estados Unidos con la intención de someterse a una operación. Allí permanecería dos años y medio.
Pero la intervención costaba 10.000 dólares y no tenía para pagarla. Así que, muy a su pesar, subastó su violín en un local de Nueva York. Recibió 8.000 dólares. Y obtuvo los 2.000 restantes gracias a una donación, en octubre del 2000.
“Le pedí a Dios que si me había dado esta habilidad desde niña, que no me la quitara. Así que le hice la promesa de que mientras tuviera bien mi brazo, tocaría para él. Y lo he hecho. Me siento bendecida porque puedo tocar, aunque me duele y tengo esas grapas”, reconoce.
A las penurias profesionales se sumaron las del corazón. Al año de regresar a Ecuador conoció al padre de sus hijos, una relación que “se tornó en un infierno”. De ahí que buscara independizarse y trabajar nuevamente como maestra de música, aunque su sueldo no sea mayor que la remuneración básica debido a que no tiene el título universitario.
Hay quienes se detienen a su lado durante varios minutos para disfrutar de temas como ‘Contigo aprendí’; ‘El día que me quieras’; ‘Ángel de luz’; y la ‘Danza húngara N° 5’, de Johannes Brahms. Y tras el show, le dejan una propina en el estuche de su instrumento. De moneda en moneda, comenta que puede reunir cerca de 15 dólares diarios.
También hay quienes se aventuran a pedirle un número telefónico para futuros contratos, a lo que ella contesta entregándoles una tarjeta de presentación. Le gusta dar la mejor imagen de sí misma. “Soy como todo músico, romántica y melancólica. Esa es la naturaleza de un artista”, resalta antes de continuar su solo, en medio de una sinfonía urbana de cláxones, motores y tacones de oficinistas.
El percusionista orquestaEn la clave de sol que lleva tatuada en la muñeca hay trazos de sus inicios en la batería, cuando tenía ocho o nueve años; de su adolescencia repartida entre la balada y el rock, siempre con la guitarra a cuestas; y de los tres instrumentos de percusión que lo acompañan desde hace cuatro años.
La mano derecha de Carlos Insúa marca el ritmo, frenético y chispeante, con la caja vallenata, una especie de bongó de origen colombiano. Con la izquierda lleva el compás en la guacharaca, similar al güiro. Y con un palillo acomodado en su pie derecho toca el cencerro, mientras canta vallenatos y cumbias de Rafael Escalona y Alejo Durán.
Este guayaquileño, de 21 años, es un hombre orquesta que no tiene escenario fijo ni hora establecida para tocar. Se mueve por el sur y el centro de Guayaquil, así como por Cuenca, Quito o alguna playa.
Sentado en el bordillo de una jardinera, entre las calles Quito y El Oro, recuerda fascinado su primera tocada callejera.
“Un día salí con mi hermano a Las Peñas y vi una ronda de unas 15 personas con tambores, trombones y trompetas. Era una fiesta. Y me dije: ‘Qué cosa más bacán, siempre he querido estar ahí’”, relata el joven.
“Se viven cosas que no se experimentan en un teatro o auditorio. La gente decide si te quiere ver o no. Si se queda es porque de verdad le gustó tu show”, asegura mientras algunos curiosos observan su destreza asombrados.
Hace cuatro años él era un mero espectador. Hasta que los músicos de Las Peñas lo invitaron a debutar con ellos. “Los viernes, a las 22:00, nos reuníamos. En esa época también aprendí a hacer ‘clown’”, rememora.
En la calle conoció el lado más generoso de la gente. Del mismo modo que le prestaron una guitarra para que improvisara la primera vez, el público que disfrutaba de sus espectáculos solía recompensarles con comida y algo de beber.
“Lo hacíamos por placer, no recogíamos dinero”, añade con el romanticismo de quien no aspira a vender miles de discos, sino a alegrar el día a las personas que se paran ante él.
A raíz de aquella experiencia, aumentó su interés por la cumbia y el vallenato, que ahora toca en solitario.
“En casa me puse a practicar independencia en la percusión, que es tocar un patrón distinto con cada extremidad para poder armar un ritmo con cada instrumento. Cuando lo tuve claro, volví a salir”, subraya.
A partir de entonces recorrió varias ciudades de Ecuador, aunque no le quedó más remedio que pasar el sombrero para financiarse el viaje. Incluso con una amiga llegó hasta Valledupar y Bogotá, en Colombia, donde tuvo la oportunidad de conocer la Carrera Séptima, uno de los sectores bohemios de la capital ‘paisa’.
“Me quedé enamorado de la facilidad que había allá para dedicarse a esto. Una calle peatonal donde te puedes ubicar donde quieras, donde encuentras hasta una banda de jazz con batería, bajo y amplificador”, destaca con la esperanza de que algún día se habilite un espacio similar en Guayaquil.
Aún no ha olvidado a aquella mujer colombiana que, estando en el Puerto Principal, se le acercó llorosa para pedirle que tocara más temas de su tierra. Necesitaba sentir de cerca su hogar a través de la música. “La gente es muy tímida, pero pierde la vergüenza enseguida. Son cosas mágicas porque nadie planea que en esa esquina, que en esa vereda de la ciudad, suceda algo así de forma repentina”, sentencia con una pícara sonrisa.