La única forma de entrar a lo que ellos conocen como casa, es hacer contorsiones y deslizar el cuerpo por un hueco de dos por tres. Al fotógrafo de EXTRA, al policía que nos acompañaba y a mí nos tocó aplicar esta misma técnica, así que nos quitamos lo que nos estorbaba, pusimos de lado los tereques, un poco de estiramiento y adentro se ha dicho.
Debajo del puente de La Ermita, centro de Quito, los carros se estacionan con normalidad. En el sector, el ambiente no es del todo tranquilo, mejor dicho no es para nada calmado.Sin embargo, para quien conoce de cabo a rabo el centro histórico y está acostumbrado a una que otra mirada intimidante la situación puede ser llevadera.
En un rincón debajo de este puente lo único que se mira es una puerta negra de metal con dos cadenas gruesas y candados semioxidados. A simple vista pareciera una especie de bodega cerrada, pero cuando uno se acerca la realidad cambia totalmente.
Un extraño hogar
A pocos metros se percibe el olor a suciedad y los primeros en dar la bienvenida son los millones de moscos pequeños que sobrevuelan al interior. Mirando con más detalle se alcanza a ver la estructura de baldosa que se levanta dentro, esto sin dejar de taparse la nariz o por lo menos aguantarse durante varios segundos la respiración.
Cuando llegamos encontramos unos servicios higiénicos que aparentemente fueron construidos para los comerciantes que trabajan por la zona. El por qué dejaron de funcionar o si alguna vez estuvieron en funcionamiento es otra historia, lo que se sabe a ciencia cierta es que desde hace años esta construcción sirve como morada de los indigentes.
El “dueño de casa”, por llamarlo así, es Carlos, un joven de tez trigueña y ojos claros.
Él no es un andrajoso, no anda con ropa vieja ni mucho menos. A pesar de las necesidades, la decencia es una de sus virtudes. Despacito, apenas nos ve se acerca hasta las rejas que separan la calle de su humilde hogar.
En su rostro no existe la marca de la delincuencia, pero sí una tristeza profunda, una mirada que pide ayuda a gritos y que se esconde tras las lágrimas.
Lo que primero hace no es invitarnos a pasar, sino más bien explicarnos que la puerta está cerrada y no hay llave que logre abrirla. “Si usted quiere entrar tiene que ser por ahí”, nos dice, como dudando de que dos periodistas y el policía que nos acompañaba fuéramos incapaces de ingresar a su mundo.
Luego de acceder, de la manera más extraña, la situación dentro es más cómoda, pero no necesariamente por el sitio, sino porque la amabilidad de Carlos así lo permite.
En el sitio no hay dónde sentarse, no es como cuando uno llega al despacho de algún funcionario para entrevistarlo y tiene un lindo mueble donde reposar. Las cosas adentro son diferentes.
Con la mirada busco algún rincón limpio, pero entre tanto mosco, basura y una que otra colchoneta vieja no es fácil encontrarlo. Para mi buena suerte, Carlos logra identificar mi inquietud y me ofrece un butacón pequeño.
A él no le importa sentarse donde está manchado, igual da “una raya más al tigre”, ríe.
Su mirada es fija, sus ojos son tiernos y el perfil de su rostro está bien marcado. El tono de voz y la melodía con la que habla delatan que se trata de un forastero. Carlos llegó desde joven a la capital, pero la tierra que lo vio nacer es la bella ciudad de Quevedo.
La verdad es que esa formita de hablar no es netamente de su localidad, sino más bien una mezcla entre costeño y “españolísimo”, como cuando nuestros migrantes regresan al país y no logran recuperar el acento ecuatoriano.
Lo tenía todo
Para Carlos, las comodidades de una familia con posibilidades económicas no le son extrañas, es más, nació en un hogar donde no faltaba el pan de cada día. Recordar a sus seres queridos le llena el alma de drama. “Era el típico rebelde que no hacía caso y ahora estoy aquí”, comenta.
Durante más de dos años vivió junto a su madre en España, pero las malas andanzas y los negocios chuecos lo llevaron a escapar de ahí.
Para él, regresar a Quevedo no es tan fácil como suena ya que cuando se marchó era un joven que había dejado las drogas y que aparentemente estaba limpio. La calle, la soledad y la oferta de malas amistades lo llevaron nuevamente a ese mundo. “No quiero que mi familia me vea así, estoy flaco”, dice.
Hay un rincón para todos
Apenas acaba de hablar, siente la llegada de sus “panas”. En la puerta están Norma y un peladito de 17 años, a quien llamaremos “Miguel”.
El uniforme del policía espanta a los visitantes. “¿Qué pasa... entramos?”, pregunta Norma. Su cuestionamiento se repite dos o tres veces.
Finalmente cuando Carlos le asegura que somos gente de paz, ella y el muchacho ingresan al sitio.
Norma es colombiana, lleva tres años en Ecuador y su sustento son las artesanías. Su madre, su hija y su hermana viven en Guayaquil.
Esta mujer, cubierta con la capucha de su chompa, llegó al país, al igual que varios de sus compatriotas, como refugiada de la guerrilla. Debajo del puente solo está de pasada, prácticamente es una inquilina de La Ermita, porque su verdadero objetivo es ponerse un taller de artesanías y salir de una vez por todas de la pobreza.
“Miguel” también es visitante, aunque asegura que cada vez que discute con su familia este puente se ha convertido en su escondite. En su mano lleva una funda de puntas y es que quienes se reúnen ahí pasan el tiempo compartiendo este licor.
El muchacho, a diferencia de los otros dos, tiene el rostro lleno de cicatrices. “¿Te peleaste con un gato?”, le pregunto y entre risas responde que no, que más bien “le cayeron a puñetes”. “No me gusta que mi hermano me dé órdenes y por eso me fui de la casa”, dice.
“Laica”, su fiel compañera
En un rincón, justo abajo de los lavamanos, hay dos personas más que descansan. Aunque la conversación es en voz alta y Carlos nos explica que se trata de dos huéspedes más, ellos ni se inmutan.
No regresan a ver, no levantan la cara, ni siquiera mueven las cobijas, están tan arropados que poco les importa la visita.
A la que sí le llamamos la atención es a “Laica”, una perrita de raza “delmer”, ya sabe, del mercado.
Este animalito pequeño y de pelaje gris es la fiel mascota de Carlos. Recuerda que hace algún tiempo tuvo otra perrita y que esta parió seis cachorros. “Me quedé con uno, pero después de un tiempo murió y como tenía tanta pena me regalaron esta”, dice con una sonrisa de oreja a oreja mientras acaricia a su chiquita.
Para dormir en los baños de La Ermita no se necesita pagar cuota ni mucho menos, lo que sí es importante es que cada uno aporte con algo.
Puede ser un traguito, algo de comer o simplemente que colabore con la limpieza.
La soledad los unió
Entre Norma, Carlos y “Miguel” el factor común es la soledad. A todos les toca conformarse con este rincón donde pasar el día y la noche.
Por ejemplo, Norma vivía en el albergue San Juan de Dios, hasta que un buen día, por cosas de la vida, terminó agarrada de los mechones con otra indigente. “Ella se robó mi mochila, no podía dejar que las cosas se queden así”, comentó un tanto avergonzada.
Ese día a Norma le pidieron que se fuera del lugar, nadie quería saber de un nuevo encontrón ni de escándalos.
Para su suerte, Carlos alcanzó a verla cuando deambulaba y la invitó a su morada. No se conocían y ni siquiera habían cruzado palabra, sin embargo la necesidad terminó por construir su amistad.
El lugar era peor
Si creía que este lugar era lo suficientemente desaseado es porque no lo conocía antes.
Norma explicó que ahora, con todo y basura y mosquitos, el lugar es mucho más limpio que hace unos cuantos meses.
Antes, la basura casi llegaba hasta el techo. “La hemos sacado de a poco y aún así sigue sucio”, comenta.
Del otro lado de las habitaciones, que por cierto son cada una de las divisiones de los baños, están los verdaderos servicios higiénicos, un rincón donde cada uno aprovecha para hacer sus necesidades, pero que a la hora de limpiar nadie regresa ni a ver.
Luego de una hora de charla, y cuando el olor se ha impregnado en la ropa hay que despedirse.
A Carlos se le nota que la sensibilidad le sale por los poros, él no quiere que sus amigos lo vean triste, mientras que Norma y “Miguel” se muestran más tranquilos, hasta un tanto felices, pues para ellos es la primera vez que alguien los toma en cuenta y se interesa en sus vidas.
Norma, la guapa colombiana, ofrece regalarme unos aretes la próxima vez que nos veamos, nosotros les obsequiamos un par de monedas para por lo menos evitar que esa mañana tengan que morir de hambre.