Lucero Llanos, GuayaquilO se guían por la intuición, la señalética y los dibujos o se apoyan en alguien más. Los letreros de los buses, los formularios y las líneas de este reportaje no tienen sentido sin un ‘traductor’ que interprete lo que dicen tantas letras.
Como si fuera un texto a la espera de que alguien escriba su último párrafo, la alfabetización en Ecuador aún es una tarea por culminar. En 2010, el Instituto Nacional de Estadística y Censos (INEC) detectó que 676.945 habitantes mayores de 15 años no sabían leer ni escribir (el 6,8 por ciento).
Tres años después, el Ministerio de Educación indicó que había alfabetizado a 325.000, a través del proyecto Educación Básica para Jóvenes y Adultos (EBJA), y que en 2014 tenía previsto atender a 100.000 más.
Según confirmaron desde el Departamento de Comunicación de dicha cartera, aún hay unas 251.000 personas en el país (en torno al 1,5 por ciento de la población) sin ningún tipo de formación educativa.
Pero detrás de los números se esconden historias de lucha, sueños y superación, como las de David (13), Digna (51) y Eugenia (78).
Técnicamente, fuera de la cifraEl bolígrafo se tambalea entre sus dedos. David (nombre protegido) lo toma como si estuviera hecho de cristal y se pudiera romper. Con precisión perfila una ‘D’ similar al vientre de una embarazada. Luego se detiene, susurra su nombre y apretando el esfero traza una ‘a’ gorda y patuleca.
Escribir su nombre le toma el triple de tiempo que a cualquier otra persona e incluso pide ayuda para completarlo.
-Hasta la ‘v’ me acuerdo. ¿De ahí que sigue?- consulta, encogiéndose de hombros.
-Una letra flaca y con sombrerito...
Y ante esta pista, continúa el trazo de cada letra.
A su edad, otros adolescentes cursan el noveno año de educación básica; sin embargo, él a sus 13 años nunca ha pisado una escuela. Pero técnicamente, David no es parte oficial de la cifra de analfabetismo porque no nació en Ecuador y porque le faltan dos años para cumplir los 15, la edad a partir de la cual comienzan a contabilizarse los casos.
Hace siete llegó junto a su familia desde Colombia. Y aunque sus hermanos menores sí asisten a una institución educativa, él aún no puede hacerlo debido a que “no tiene papeles”.
“Me estaban pidiendo la cédula”, detalla, al tiempo que pasea el bolígrafo entre sus dedos. Mientras su hermano menor, de solo siete años, pasa la mañana en una escuela cercana a su casa, las horas de David transcurren en una tienda.
Para dar los vueltos, asegura que se las arregla. Pero confiesa que aún no se sabe las tablas de multiplicar.
-Voy allá- dice señalando con el dedo hacia el sector donde se encuentran los negocios de la zona, a un almacén, donde me ponen a aprender las tablas.
-¿Y qué tal te va con ellas?
-No me acuerdo, se me olvidan.
Cuando no está repasando las tablas, David se entretiene en la tableta que le prestan para ver vídeos. Pero en este acto aparentemente tan sencillo, no saber leer le representa una brecha entre él y sus gustos.
Conquistó la primaria a los 71 añosLos condicionales que aprendió a manejar hace un par de años afloran cuando recuerda su infancia.
“Yo quería aprender a leer. Creo que si hubiese estudiado, no me habría ido”, sentencia Eugenia Nivela, de 73 años. Ella dejó el hogar de sus padres, en su Quevedo natal, a los 13, cuando se casó.
“Si yo no me hubiese comprometido, habría estudiado. De mayor seguí unos cursos de enfermería. Me gustaron mucho. Aunque también habría querido ser profesora, porque me agrada trabajar con niños”, expresa, como si todas esas cavilaciones la hicieran transportarse a lo que podía haber sido.
De inmediato se suelta de ese tren de suposiciones para quedar nuevamente con los pies sobre la tierra. “Pero como me comprometí, ya solo me dediqué a cuidar a mis hijos”, relata.
Apenas hace dos años Eugenia terminó de estudiar la primaria en un programa de alfabetización estatal.
“Me dijeron que lo hacía muy bien, a pesar de que no sabía”, acota, antes de mostrar el libro que utilizó.
Eugenia retrocede en el tiempo hasta aquella época en la que sus tías que sabían leer visitaban su casa.
En cuanto llegaban, corría con un cartón para pedirles: “Tía, déjeme puestas las cinco vocales o el abecedario”. Según explica, esas eran peticiones “osadas” porque en su casa, cuando los adultos hablaban, “los niños teníamos que pasar calladitos, por un costadito, pegando el huesito del espinazo contra la pared, para no interrumpir”.
En sus tiempos, estudiar tampoco era cosa de niñas. En varias ocasiones le rogó a su padre que la inscribiera en una escuela, pero él no dio su brazo a torcer. “Mi papá fue un poco desconfiado por esa parte”, manifiesta, tratando de explicar los motivos que lo llevaron a negarle ese derecho. “Creía que me quería, pero me estaba haciendo un mal”, lamenta.
Sin embargo, sí aprendió cosas sencillas como escribir y leer sílabas como “ma-má”, “pa-pá” y “Pe-pe tie-ne mu-chos to-ma-tes”; y cuando se convirtió en madre de nueve criaturas les dio la oportunidad de estudiar la primaria.
Al ojear el libro que usó hace dos años durante los cinco meses que duró su alfabetización, exclama: “Una de mis hijas heredó mi letra grandotota”.
Eugenia vive con Magdalena, quien migró a Guayaquil y se dedicó a la preparación y venta de comida y al tejido de prendas.
- Ambas tienen la primaria terminada. ¿Se han planteado terminar juntas el bachillerato?
- No, ya no. A mí me duele la cabeza- se queja Magdalena.
- A mí también- agrega Eugenia.
Sin embargo, ambas cuentan los días que faltan para la inauguración de un espacio recreativo que estará ubicado junto a su casa, en Pascuales. Cuando esto ocurra, tendrán más oportunidades para vender los platillos que cocinan. Y Eugenia, con su letra “grandotota”, escribirá el menú.
Los apuntes y los trámites le dan guerraEl hilo y la aguja llegaron antes de que adquiriera la capacidad de coser una sílaba con otra. Por eso, cuando Digna Zambrano quiere leer la Biblia, recurre a sus partes favoritas.
“Tengo que buscar lo que ya me sé”, confiesa mientras pasa su dedo por las páginas. Al encontrar un 24 gigante, en el libro de Salmos, aclara la garganta y recita en voz alta: “De Jehová es la tierra y su plenitud, el mundo y los que en él habitan...”.
“Apenas escribo y leo. Entonces hay muchas cosas que se me hacen difíciles”, reconoce la mujer de 51 años.
Desde los cinco sabe coser, actividad que le ha permitido desarrollarse laboral y económicamente a lo largo del tiempo. Sin embargo, aún no domina la lectura y la escritura.
“No estudié. Cuando era pequeña llevaban un profesor para que me enseñara, pero después fui creciendo y en el campo se trabaja y no se estudia”, comenta sobre las prioridades que rigieron sus años de juventud.
Digna nació y vivió en un sector rural de la provincia de Manabí hasta hace 12 años, cuando decidió mudarse a Guayaquil. Primero, por la enfermedad de su padre, y luego, por la de su esposo.
Sin embargo, estas dificultades no hicieron que se quedara de brazos cruzados. Tiene un taller de costura en su vivienda, en Monte Sinaí, y desde hace un par de años se capacita en la fundación Hogar de Cristo, donde aprendió a hacer maletas y recibe cursos para mejorar su negocio.
Disfruta de las charlas, aunque también revela que “se queda” cuando le toca tomar apuntes de la clase. Puede escribir, pero no con rapidez. “Cuando necesito algo, les pregunto a las compañeras. Es lo mismo cuando están en la computadora en Internet”, añade.
Esta no es la única actividad que le da guerra. Los trámites, por ejemplo, los realiza en compañía de un familiar o personas de confianza. Y, si va sola, pide ayuda “al guardia, a las cajeras o alguien que tenga el uniforme del lugar”.
No obstante, cuando se pone frente a la máquina de coser se convierte en una Schumacher del pedal. Entre puntada y puntada Digna es capaz de recorrer kilómetros de telas de diferentes colores y texturas para crear lo que le pidan.
El último encargo, que llevó a cabo junto a algunas asociadas, fueron 900 mochilas para una importante cadena de supermercados populares del país, que prepara su oferta de productos para el regreso a las aulas en la Costa.
Esas que paradójicamente la acogieron solo dos o tres semanas, hace ya bastantes años, porque “se perdió la profesora”.
¿Qué opciones hay?El sistema educativo ecuatoriano, a través de la Dirección Nacional de Educación para Personas con Escolaridad Inconclusa, ofrece algunas opciones. Alfabetización, Posalfabetización, Básica Superior Intensiva, Básica Superior Extraordinaria, Bachillerato Intensivo, Bachillerato Extraordinario y Bachillerato Virtual son los programas dirigidos a las personas con rezago educativo, que no estudiaron en la edad correspondiente o que abandonaron su formación por razones personales, sociales o económicas.
Quienes deseen retomarla deben acercarse, en cualquier fecha del año, al Distrito Educativo más cercano e inscribirse en los planes antes mencionados. El personal de cada distrito le indicará la fecha en que inicia la oferta más cercana. Los requisitos para matricularse son: presentar la cédula de identidad y el certificado de promoción del último año.