Las palmeras se agitan rabiosas, como el látigo de un negrero en plena tunda. Es el preludio de una feroz tormenta, que incendia el cielo con cada una de sus atronadoras e impredecibles detonaciones. El diluvio se torna apocalíptico cuando los reporteros de EXTRA contactan con los propietarios de la finca donde se esconde la cueva que buscan desde hace días. Las fuerzas de la Naturaleza parecen ordenarles que retrocedan.
Los lugareños, inquietos, esquivan las preguntas. Aunque admiten conocer este “lugar sagrado”, no desean revelar su emplazamiento exacto, posiblemente porque “aún no lo han liberado” del hechizo que lo protege. Ni siquiera la presencia de Luis Chancusi, guía turístico de Punta Ahuano (Napo) y discípulo de un ‘yachak’, los ablanda. “Hubo un derrumbamiento. La entrada, que era minúscula, quedó cubierta de rocas”, zanja la dueña sin dar opción de comprobar el estado del acceso a la caverna, situada a unos doce kilómetros de Archidona y dieciocho de Tena, muy cerca de las ruinas donde han aparecido exóticas criaturas y animales esculpidos en piedra.
Chancusi, de 41 años y raíces kichwas, comprende la decepción de los periodistas. Él creció entre dos mundos: el de sus ancestros indígenas, cuyas creencias se afana por divulgar, y el de quienes visitan su hogar para empaparse, precisamente, de las leyendas milenarias que abundan en la región.
“Me gusta relacionarme con gentes de otros lugares. Pero las montañas y las piedras se ponen celosas cuando vienen extraños”, indica este indígena de melena azabache, mirada serena, paso veloz y verbo pausado.
Aunque él fue uno de los primeros en recorrer la gruta, allá por 1990, ha olvidado su ubicación. Un alumno de su maestro, al que prefiere llamar “médico naturista” en lugar de chamán, puso a ambos sobre la pista: “Teníamos unos 180 aprendices de Tena, Quito, Guayaquil, Riobamba... En las clases, analizábamos las plantas medicinales de cada comunidad. Un día llegó un joven que vivía entre Archidona y Cotundo. Y nos contó que había descubierto una cueva asombrosa, así que fuimos a verla”.
EL HALLAZGOCuarenta personas integraron la expedición. Todas se quedaron perplejas cuando contemplaron aquellas estructuras arquitectónicas y ornamentos de piedra “perfectamente definidos” y “similares a los de un templo budista”, aquella gran mesa de estalagmitas que presidía la sala y la fuente de la que emanaban unas aguas gélidas y puras. Decidieron llamarla la cueva de Shaolin. “Pudimos observarla en todo su esplendor porque no comimos ají, sal ni ajo. No queríamos ahuyentar a los espíritus. Pero ignoramos cómo le dieron forma. Luego averiguamos que unos cinco ‘yachaks’ de los alrededores habían hallado piedras preciosas y talismanes en su interior, que les sirvieron para obtener sus poderes”, rememora.
Varias puertas secretas, que daban a otras estancias, se abrieron ante quienes tenían “un corazón limpio”. Y en una de ellas, según él, hallaron un libro de piedra donde se apreciaban algunos versos en chino. Pero nadie podía sacarlo de allí. “Sería fantástico que alguien con la energía positiva necesaria lo estudiase. Arrojaría conclusiones interesantes sobre los kichwas. Porque estoy convencido de que procedemos de los asiáticos”, sentencia seguro de sí mismo.
“Es posible que la roca pertenezca a una antigua civilización. Mi abuelo la sobaba con sus manos y, acto seguido, tocaba a los pacientes. Nosotros rezamos ante ella para curarnos, para que las cosechas vayan bien…” PETROGLIFOSLos truenos continúan rompiendo con estrépito, como la traca final de un espectáculo pirotécnico, como diez aviones de combate que rebasan la velocidad del sonido al unísono.
Ante la imposibilidad de dar con la cueva de Shaolin, los exploradores se desplazan a las tierras de Pascual Alvarado, un campesino de 48 años que ha custodiado durante décadas el tesoro de sus antepasados: unos extraños petroglifos, plasmados en dos orondas rocas, que hablan de “un astro protector” cuya misión es velar por la buena conservación de las cavernas y los seres vivos de la zona.
A Alvarado, un tipo de rudo español, nariz pomposa, atlética silueta y manos encallecidas, no le importa empaparse. Con la sencillez de quien jamás vio mundo para cuestionar el legado de quienes le precedieron, de quien no pretende lucrarse con su historia, de quien no le importa que la ciencia pueda tachar su testimonio de inverosímil o aberrante, relata que su abuelo, un reputado ‘yachak’, recurría a aquellas piedras colosales para curar a los enfermos: “La más grande -de unos doce metros cuadrados- representa a la boa hembra y se encuentra cubierta de vegetación. La otra, la que aún puede contemplarse -cuatro veces más pequeña-, es el macho”.
Están “tan vivas” que hace algunos años, cuando trató de fijar un puntal a esta para levantar el tejado de una choza, se originó un vendaval “terrible” y dos serpientes emergieron por el aire desde cada una de ellas. “No me atacaron, pero me alejé del susto. Días más tarde, les convencí para que me dejaran trabajar mediante un ritual de ayahuasca, ya que mis antepasados me habían enseñado a controlarlas”, afirma rotundo.
Algunos antropólogos se acercaron a sus terrenos para estudiar el fenómeno, especialmente a raíz de que una cuñada de Alvarado viera a “dos seres de color rojo y apariencia gringa” saliendo de la roca mayor. Segundos más tarde, la mujer se desplomó inconsciente.
“Según los ‘yachaks’ de mi familia, eran las dos boas, que se habían convertido en humanos para robar a sus presas o comérselas”, puntualiza. “O seres extraterrestres, porque los científicos no se ponen de acuerdo respecto al origen de los petroglifos”, le rebate Chancusi.
EL SIGNIFICADOTras analizarlas de manera exhaustiva, los especialistas descifraron el mensaje camuflado en las inscripciones de la roca macho. Sobre la piedra desnuda hallaron un corazón, un cementerio, la silueta de un ‘yachak’, las patas traseras de un sapo, una estrella que parecía abrigar al resto de elementos… Aunque algunas de ellas están perfiladas con tintura de achiote, otras permanecen ocultas a los ojos del visitante, que debe escudriñar a fondo si desea apreciar sus surcos.
“Casi nadie aparece por acá. Por eso no las pinto a menudo. Pero podrían ser de una civilización antigua. Mi abuelo sobaba la roca con sus manos y, acto seguido, tocaba a los pacientes. Nosotros rezamos ante ella para curarnos cuando caemos enfermos, para que las cosechas vayan bien... También le pedimos suerte. Y la verdad es que nos ha ayudado”, señala el propietario de la hacienda.
Desde sus dominios, se abren paso dos grutas que desembocan en las chacras de unos vecinos. La cabeza de una serpiente vigila una de ellas. La caverna es angosta, profunda y sinuosa. Hay que gatear, reptar y caminar de medio lado, entre murciélagos e imberbes estalagmitas. “Ahora estamos atravesando las tripas de la boa”, comenta Alvarado antes de arribar a una caída de aguas subterráneas. “Beban. Son medicinales”, sugiere.
Tras casi una hora de travesía, los periodistas regresan a la superficie. Y justo cuando se despiden de su afable anfitrión, la lluvia cesa y la luz del sol, como tras el estallido de un artefacto explosivo, se cuela tímidamente entre las nubes secas. La selva vuelve a respirar en calma.