Tratan de parapetarse tras esbeltos portones metálicos. Pero ni aun así se sienten a salvo de las pandillas y los traficantes de droga. Los quebradizos muros de algunos colegios fiscales guayaquileños y su valentía no logran contener las embestidas de un enemigo que se ha adueñado de canchas cuarteadas, lívidos retretes y aulas desiertas. Tal vez por eso los conserjes no permiten el acceso al interior de los centros. “Vaya al distrito. Podemos perder nuestro trabajo”, comentan varios de ellos.
En otros casos, son los rectores quienes rechazan dar declaraciones. “Antes podíamos tratar con la prensa, pero el Ministerio de Educación ya no nos deja”, resalta uno. “Las cosas han cambiado”, apostilla otro que, según varios colegas, fue atacado con un palo por un estudiante.
Hace falta visitar catorce entidades para encontrar a un docente dispuesto a describir la dramática situación que muchos profesores viven en las aulas. “Yo ahorita me estoy arriesgando”, resalta Margarita, una educadora que jamás se ha postrado ante los delincuentes.
Sus problemas arreciaron hace diez años, cuando dos alumnos que vendían cocaína obtuvieron su número de teléfono y la hostigaron con mensajes durante semanas: “Me decían que tuviera cuidado porque podía ocurrirme un accidente”.
Pronto comprendió que la pisotearían “si no demostraba firmeza”. De modo que los desafió durante una reunión con padres y estudiantes. Sin dar nombres, clavó sus ojos en ellos, contó abiertamente lo ocurrido y resaltó que no le importaba dejar todo “en manos de Dios” si su destino era morir por sus ideas. A uno lo expulsaron, pero el segundo se volvió más hostil y rebelde.
En 2013, cuando la ‘H’ llevaba un año causando estragos en las escuelas, el pasado volvió para atormentarla. Ocurrió en otro centro fiscal en el que acababa de aterrizar y dos pandillas se disputaban el mercado interno del alcaloide. Como premio a su intolerancia con el narcótico, la rectora recibió “un galón de gasolina”. Y Margarita tampoco se libró del ultimátum. “Dicen que van a agarrarla”, le alertó una estudiante. “Mi labor es velar por su integridad. No tengo miedo. Mire cómo tiemblo”, sentenció entre risas para no exteriorizar sus verdaderos sentimientos. Según atestigua, “esto es el pan nuestro de cada día”.
A PEDRADASWinston, que trabaja en otra institución pública del Puerto Principal, acaba de mediar en una pelea entre miembros de dos grupos rivales. Mientras trata de averiguar qué ha sucedido, un muchacho reclama su atención. Le han robado los pantalones. El docente parece no dar abasto.
“Antes había piedrizas, apuñalados, quebraban mesas y platos, algunos entraban encapuchados a las aulas para robar… A un ex presidente de los estudiantes lo condenaron por tráfico de drogas”, señala uno de sus compañeros. “A mí me dieron una pedrada en la cabeza. Me regaron la camisa de sangre y me pusieron varios puntos de sutura. No volví a meterme en sus cosas”, atestigua un segundo profesor.
Aunque gracias a su determinación la violencia ha disminuido notablemente en la entidad, Winston admite que el consumo de ‘H’ “se ha incrementado mucho” este año. Por eso, él y otros maestros van equipados con ‘walkies’. Deben intervenir al instante cuando detectan a alguien jalando o expendiendo.
Hace tres años, este guayaquileño de fina silueta recibió la primera advertencia en su celular: “Me pidieron que dejara tranquilos a los consumidores y a quienes les suministraban”.
Aquel episodio fue el preludio de nuevos enfrentamientos, a cual más grave y aberrante. Meses más tarde, ya en 2013, salió al exterior de la institución para patrullar por los alrededores. A pocos metros de las puertas, se topó con decenas de estudiantes armados con palos. Uno de ellos le lanzó una amenaza expresa: “Cuídese porque lo van a matar”.
“¡Venga para acá!”, le avisan por el transistor. Se ha producido una nueva bronca. Winston acelera el paso, mientras rememora cómo ese mismo año unos escolares lanzaron fragmentos de bloque contra él y el rector. Por suerte, nadie resultó herido, pero la escalada de violencia provocó el efecto contrario al que los estudiantes perseguían. Winston se sintió reforzado. Y no cedió, ni siquiera cuando el curso siguiente varios jóvenes se subieron a un carro, le señalaron con el dedo, gritaron su nombre y le recordaron que tarde o temprano lo asesinarían. Tampoco cuando unos encapuchados le arrojaron un coctel molotov que logró esquivar. “Para estar en este puesto hay que tenerlos bien rayados. Me ven como al diablo”, subraya.
Pero él no se considera un superhéroe. Solo le preocupa la seguridad de sus seres queridos, sobre todo desde que descubrió cómo algunos chicos lo seguían a casa. Hoy cambia sus itinerarios a diario y se moviliza acompañado. A diferencia de las autoridades, no cuenta con escoltas ni automóviles blindados: “Mi familia no sabe nada. Prefiero no preocuparlos y pensar que estoy haciendo algo positivo”.
OBJETIVO DE LAS BANDASMauro también se convirtió en objetivo de las bandas criminales. Tal y como hace Winston, modifica a menudo los recorridos de sus desplazamientos. En dos ocasiones, incluso acudió personalmente a la Dirección Nacional de Policía Especializada para Niños, Niñas y Adolescentes (Dinapen). “Detecté a varios distribuidores fotografiándome fuera del colegio. Así que ya nunca cojo el mismo bus”, precisa. Una mañana, cansado de que lo vigilaran, se acercó a un alumno que colaboraba con los delincuentes. “Si me pasa algo, tú serás el culpable. Porque tú me señalaste”, le soltó sin medir las posibles consecuencias de sus palabras.
Algunos compañeros suyos, como Geoconda, no han aprendido a lidiar aún con esta clase de conflictos. Ella, al igual que Margarita y Winston, recibió mensajes anónimos en su celular: “Ya sabemos dónde paras, dónde vives”, le remarcaron. Aterrorizada, interpuso una denuncia. Era la única forma de conseguir que exista “un punto de partida para investigar” en caso de que se produzca una desgracia. Desde entonces, Mauro la acompaña cada día hasta el taxi que la recoge en el exterior de la institución.
El maestro, que sigue batallando “por dejar a los niños un mundo mejor”, reflexiona en voz alta sobre el lucrativo negocio que supone la ‘H’ para quienes esclavizan a los más pequeños con el alcaloide. Sus cuentas son esclarecedoras: “En nuestro centro hay unos doscientos adictos. Si una funda cuesta dos dólares y cada uno consume al menos una al día (muchos compran varias), tenemos unos 400 como mínimo en 24 horas”, destaca.
ESCOPOLAMINAFernando, un maestro con tres décadas de experiencia en distintas entidades, contempló atónito cómo drogaban a dos colegas suyos “con escopolamina” por no mostrarse sumisos ante los alumnos más rebeldes. A uno lo narcotizaron a bordo de un autobús escolar repleto de estudiantes. Y el conductor también se vio afectado, aunque pudo frenar y llamar por teléfono para que los auxiliaran cuando empezó a sentirse mareado.
Algo similar le sucedió a un docente que trató de aplicar más disciplina en sus clases. Un par de adolescentes le tocaron el pecho y se desplomó. Lo trasladaron a un hospital y, cuando se recuperó, pidió el cambio a otro curso con chicos más pequeños. De modo que su sustituto optó por protegerse las espaldas: “Él lo tenía claro. ‘Que hagan lo que quieran’, nos dijo”.
LA NEGACIÓN DE MUCHOS PADRESTodos los maestros consultados afirman que los padres de los muchachos más conflictivos generalmente no suelen mostrarse colaboradores hasta que ya es “demasiado tarde”. Mauro va más allá y opina que esa actitud defensiva tiene sus raíces en la gran crisis económica de la década de los ochenta. Una época en que miles de progenitores dejaron Ecuador para buscar suerte en el extranjero, mientras los muchachos crecían sin la atención necesaria.
“Los hijos de entonces son los padres de hoy. No fueron educados correctamente porque sus núcleos familiares se rompieron. En aquel momento, detectamos un fenómeno similar al actual. Pero las cosas ahora son peores”, resalta. “Una intenta crear conciencia con ellos y el alumno, sobre la base de que debemos tener tolerancia cero con las drogas. Y más aún con las nuevas tablas del Consep, ya que los estudiantes se pueden ir detenidos por pequeñas dosis”, apostilla Margarita.
SIN DATOS DEL MINISTERIO Y LA FISCALÍAEl 2 de diciembre y el 11 de enero, EXTRA se puso en contacto con la Fiscalía del Guayas para solicitar el número de denuncias interpuestas por profesores en 2012, 2013, 2014 y 2015.
Lo hizo a través de dos mails, el mismo método que empleó, también en dos ocasiones, para pedir las cifras al Ministerio de Educación, así como una entrevista con la subsecretaria del ramo en la zona 8, Valentina Rivadeneira.
Por ahora, este diario no ha recibido los datos, aunque sí pudo dialogar con Rivadeneira. El contenido de la entrevista se publicará este jueves.
'A mí me dieron una pedrada en la cabeza. Me regaron la camisa de sangre y me pusieron varios puntos de sutura. No volví a meterme en sus cosas''Detecté a varios distribuidores fotografiándome fuera del colegio'